Bude | La sociedad del miedo | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 168 Seiten

Bude La sociedad del miedo


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-254-3842-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 168 Seiten

ISBN: 978-84-254-3842-4
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El miedo marca una época en la que están avanzando los populismos de derecha, aumentan los casos de depresión y se experimenta el capitalismo como una coyuntura crítica. El miedo es síntoma de una situación social de incertidumbre, en la que el individuo se siente arrojado a un mundo en el que ya no se siente resguardado ni representado. Pero no se trata solo del miedo a una sociedad en la que cada vez nos cuesta más reconocernos, sino también del miedo a las posibilidades y los riesgos del desarrollo personal, que resultan prácticamente infinitos. Frente al angustioso cuadro de la hegemonía de unos sistemas tecnocráticos autonomizados, en muchas partes del mundo surge un nuevo tipo de político que se presenta como semejante a nosotros y se proclama valedor de nuestras identidades. Sin embargo, por muy familiar que nos resulte, suscita en nosotros tanto recelo y desconfianza como aquellos órdenes globales en los que ya no nos reconocemos.

Heinz Bude (1954, Wuppertal) es doctor en Filosofía y uno de los sociólogos alemanes actuales más destacados. Trabaja en el Instituto de Investigación Social de Hamburgo y es profesor de Macrosociología en la Universidad de Kassel. Sus diagnósticos sobre temas como la pobreza y la exclusión, la Alemania reunificada con sede de gobierno en Berlín, el papel de las Iglesias o el nivel de formación gozan de muy buena acogida en la esfera pública y en los medios de comunicación alemanes a nivel nacional.

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El miedo como principio
En las sociedades modernas el miedo es un tema que incumbe a todos. El miedo no conoce barreras sociales: ante la pantalla de su ordenador, el negociador de alta frecuencia cae en estados de miedo tanto como el repartidor de paquetes cuando regresa al almacén de recogida; la anestesista al recoger a sus hijos de la guardería tanto como la modelo al mirarse al espejo. Los miedos son también innumerables en cuanto a sus motivos: miedos escolares, vértigo, miedo al empobrecimiento, cardiopatía, miedo a un atentado terrorista, miedo a descender, miedo a comprometerse, miedo a la inflación. Por último, se pueden desarrollar miedos en cada uno de los vectores del tiempo: se puede tener miedo al futuro, porque hasta ahora todo había funcionado tan bien; se puede tener miedo ahora, en estos momentos, del paso siguiente, porque la decisión a favor de una posibilidad representa siempre una decisión en contra de otra posibilidad; incluso se puede tener miedo del pasado, porque podría salir a la luz algo de uno que parecía olvidado ya hacía mucho tiempo. Niklas Luhmann, quien con su teoría del sistema de los equivalentes funcionales ve siempre en realidad una vía de salida para todo, advierte en el miedo lo que quizá sea el único factor a priori de las sociedades modernas sobre el que se pueden poner de acuerdo todos los miembros de la sociedad: el miedo es el principio que tiene una validez absoluta una vez que todos los demás principios se han vuelto relativos.1 Sobre el miedo puede conversar la musulmana con la laica, el cínico liberal con el desesperado defensor de los derechos humanos. Pero a nadie se lo puede convencer de que sus miedos son infundados. Al conversar acerca de ellos, lo más que se puede hacer es controlarlos y disiparlos. Desde luego que la condición previa para que eso funcione es asumir que los miedos de nuestro interlocutor son reales y no discutirlos. Esto lo hemos visto en las situaciones de terapia: tomar conciencia de que uno mismo comparte el miedo le permite a uno ser más abierto y dinámico, de modo que no tiene por qué reaccionar enseguida poniéndose a la defensiva y rechazando el miedo cuando este aparece en alguna parte. A pesar de su evidente carácter difuso, los miedos de los que en estos momentos habla la opinión pública dicen algo sobre una determinada situación sociohistórica. Para entenderse acerca de su situación de convivencia, la sociedad se comunica empleando conceptos de miedo: quién sigue adelante y quién se queda atrás, dónde hay puntos críticos y dónde se abren agujeros negros, qué es lo que innegablemente transcurre y qué es lo que quizá todavía queda. Al utilizar conceptos de miedo, la sociedad se toma el pulso a sí misma. Así es como Theodor Geiger, en su obra clásica sobre análisis de la estructura social Die soziale Schichtung der deutschen Volkes [La estratificación social del pueblo alemán], publicada en 1932, en vísperas del triunfo del nacionalsocialismo, describió una sociedad dominada por los miedos represivos, las pérdidas de prestigio y las situaciones en las que los hombres se ponen a la defensiva. En esa obra aparecen todos los tipos de la época: los pequeños comerciantes, con su vivo odio hacia las asociaciones de consumidores organizadas social y democráticamente; los asalariados que trabajan en sus casas, que en cuanto se ven propietarios de un terreno, por pequeño que sea, se vuelven solitarios y excéntricos y que por haberse aislado en sus casas resultan extravagantes, con su predisposición a una rabiosa rebeldía, así como las jóvenes oficinistas de rostro infantil, amenazadas de despido y que sueñan con hombres apuestos; pero también los mineros, que escancian sus sentimientos de autoestima sublimando el riesgo profesional al hacerlo pasar por heroísmo, y que, con vistas a sus intereses colectivos sindicales, tienen más talante de gremio y de camaradería que conciencia de clase y de gran organización; o los pequeños funcionarios, que custodian tanto más celosamente su pequeña porción de poder y la exhiben tanto más afanosamente cuanto más oprimida resulta su posición en función del rango salarial y del cargo que desempeñan en el servicio interno; así como el ejército de jóvenes académicos, que experimentan que su formación se está devaluando, que su estamento se está desintegrando y que el mundo profesional se les está cerrando; y por último, las diversas figuras de la clase capitalista, que no se soportan entre ellos: los grandes campesinos, que no pueden asumir sin más ese pensamiento de la economía universal que es inherente al capitalismo; quienes viven de las rentas que les proporciona su capital, los cuales ejercen su influencia en todas partes y no están comprometidos con ningún origen social determinado que se les pueda atribuir; los grandes empresarios industriales, que a causa de la relativa inmovilidad de sus plantas industriales están vinculados desde hace varias generaciones a una determinada ubicación empresarial; así como los sagaces mayoristas, que con sus cadenas de grandes almacenes visten a la moda a la población urbana y la surten de delicias ultramarinas; por no olvidar a los parados afectados por la crisis económica mundial, los cuales constituyen una clase irregular, que no tienen nada que perder y a quienes, por eso, nada les parece que sea digno de perdurar. Todos ellos unificados en una imagen social que Geiger traza con mano ágil pero con viva precisión: una sensación de que el orden del cual proceden se ha vuelto obsoleto. El mundo de empleados que ha surgido de múltiples reagrupamientos y reordenamientos de vidas laborales o, en aquella época, del círculo de los hombres que han recibido una formación, la «vieja clase media» que se aferra al modo de pensar en términos de propiedad y la burguesía del centro que se va desintegrando en los más dispares revoltillos de intereses: ninguno de ellos encuentra, ni para sí mismo ni para el conjunto, una forma de expresión social y política con la que pudiera identificarse. La democracia social da la impresión de haberse petrificado en sus barbas, resulta anquilosada y atrapada en un ideario que necesita ser superado; el centro, aunque parece que es más aglutinante y que abarca más, sin embargo tiene que preservar una filosofía social católico-tomista, mientras que los partidos favorables a la economía liberal o al nacionalismo liberal oscilan tanto como las capas y los medios sociales que buscan un asidero en medio de la confusión. En semejante situación, quien sea capaz de recoger y reagrupar el miedo a verse arrollado, a quedarse sin nada y a encontrarse marginado, y de redirigirlo hacia un nuevo objetivo, podrá poner en marcha una movilización de la sociedad en su conjunto. Un año antes de que el poder pasara a manos de Hitler, Theodor Geiger ve el significado vanguardista de una generación joven que se apea de la historia y se pone en escena como portadora de un activismo nacional, convirtiendo así el miedo desasosegante en motor de una nueva época. Hoy sabemos que de estas filas salieron los vanguardistas de la cosmovisión de la época totalitaria que, hasta los años setenta de la posguerra, actuaron, no solamente en Alemania, como élite dirigente de la sociedad industrial.2 Fue Franklin D. Roosevelt, a quien hoy se sigue admirando como estadista, quien puso en la agenda política del siglo XX el tema del miedo y la estrategia de la absorción del miedo. En su discurso de nombramiento como trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos de América, pronunciado el 3 de marzo de 1933, tras los terribles años de la «Gran Depresión», encontró las palabras que habrían de fundamentar una nueva política: «Lo único de lo que tenemos que tener miedo es del propio miedo».3 Los hombres libres no deben tener ningún miedo del miedo, porque eso puede costarles su autodeterminación. Quien es movido por el miedo evita lo desagradable, reniega de lo real y se pierde lo posible. El miedo vuelve a los hombres dependientes de seductores, de mentores y de jugadores. El miedo conduce a la tiranía de la mayoría, porque todos se suman por oportunismo a lo que hacen los demás. El miedo posibilita jugar con las masas que callan, porque nadie se atreve a alzar la voz, y puede acarrear una aterrorizada confusión de la sociedad entera una vez que salta la chispa. Por eso —así es como se debería entender a Roosevelt— la tarea primera y más noble de la política estatal es quitarles el miedo a los ciudadanos. Todo el desarrollo del Estado de bienestar durante la segunda mitad del siglo XX se puede concebir como respuesta a la exhortación de Roosevelt: la eliminación del miedo a la incapacidad laboral, al paro y a la pobreza de los ancianos debe constituir el trasfondo para una ciudadanía que confíe en sí misma, también y justamente la que configuran los empleados por cuenta ajena, para que ellos mismos se organicen libremente para dar expresión a sus intereses, para que se tomen la libertad de conducir su vida en función de principios y preferencias que ellos mismos han escogido y para que, en caso de duda, se enfrenten a los poderosos con conciencia de su libertad. Con palabras de Franz Xaver Kaufmann se podría decir: con la política del miedo surge la «seguridad como problema sociológico y sociopolítico».4 Hay que levantar a quien se cae, hay que asesorar y apoyar a quien no sabe cómo seguir adelante, quien de entrada se ve desfavorecido debe experimentar una compensación. Por eso, el Estado de bienestar de hoy se propone como objetivo y proclama como programa la cualificación de los infracualificados, el asesoramiento de personas y economías...



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