Kipling | Obras - Colección  de Rudyard Kipling | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 140 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

Kipling Obras - Colección de Rudyard Kipling

Biblioteca de Grandes Escritores
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-474-5
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Biblioteca de Grandes Escritores

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Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

ISBN: 978-3-95928-474-5
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



• El gato que caminaba solo • El jardinero • Georgie Porgie • La Casa de los Deseos • Rikki-tikki-tavi Joseph Rudyard Kipling fue un escritor y poeta británico nacido en la India. Autor de relatos, cuentos infantiles, novelas y poesía. Se le recuerda por sus relatos y poemas sobre los soldados británicos en la India y la defensa del imperialismo occidental, así como por sus cuentos infantiles. Algunas de sus obras más populares son la colección de relatos The Jungle Book (El libro de la selva, 1894), la novela de espionaje Kim (1901), el relato corto The Man Who Would Be King (El hombre que pudo ser rey, 1888), publicado originalmente en el volumen The Phantom Rickshaw, o los poemas Gunga Din (1892) e If- (traducido al castellano como Si..., 1895). Además varias de sus obras han sido llevadas al cine. Fue iniciado en la masonería a los veinte años, en la logia 'Esperanza y Perseverancia Nº 782' de Lahore, Punjab, India. En su época fue respetado como poeta y se le ofreció el premio nacional de poesía Poet Laureat en 1895 (poeta laureado) la Order of Merit y el título de sir de la Order of the British Empire (Caballero de la Orden del Imperio Británico) en tres ocasiones, honores que rechazó. Sin embargo aceptó el Premio Nobel de Literatura de 1907, el primer escritor británico en recibir este galardón, y el ganador del premio Nobel de Literatura más joven hasta la fecha. En 2012, en reconocimiento por su interés en las ciencias naturales, se nombra una nueva especie de cocodrilo prehistórico, el Goniopholis kiplingi, por los fósiles descubiertos en el Reino Unido en 2009.

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Georgie Porgie
  Georgie Porgie, pastel y budín
besaba a las niñas, llorar las hacía.
Y cuando los muchachos a jugar salían
Georgie Porgie muy veloz huía. Si cree usted que un hombre no tiene derecho a entrar en el salón a primera hora de la mañana, cuando la criada está ordenando las cosas y quitando el polvo, estará de acuerdo en que la gente civilizada que come en platos de porcelana y posee tarjeteros no tiene derecho a opinar sobre lo que está bien o mal en una región sin colonizar. Sólo cuando los hombres encargados de dicha misión han preparado esas tierras para su llegada, pueden aparecer con sus baúles, su sociedad, el Decálogo y toda la parafernalia que los acompaña. Allí donde no llega la Ley de la Reina, es irracional esperar que se acaten otras normas menos imperiosas. Los hombres que corren por delante de los carruajes de la Decencia y del Decoro, y que abren caminos en medio de la selva, no se pueden juzgar con el mismo patrón que las personas apacibles y hogareñas que integran las filas del tchin corriente y moliente. No hace muchos meses, la Ley de la Reina se detuvo a escasas millas al norte de Thayetmyo, a orillas del Erawadi. No existía una Opinión Pública muy desarrollada en esos límites, pero sí lo bastante respetable para mantener el orden. Cuando el gobierno sugirió que la Ley de la Reina debía extenderse hasta Bharno y la frontera china, se dio la orden, y algunos hombres cuyo deseo era ir siempre por delante de la corriente de Respetabilidad avanzaron desordenadamente con las tropas. Eran esa clase de individuos incapaces de aprobar exámenes, y demasiado osados e independientes para convertirse en funcionarios de provincias. El gobierno supremo intervino tan pronto como pudo, con sus códigos y reglamentos, y puso a la nueva Birmania exactamente al mismo nivel que la India; pero hubo un breve período de tiempo en el que se necesitaron hombres fuertes que araran la tierra para sí. Entre los precursores de la Civilización se hallaba Georgie Porgie, al que todos sus conocidos consideraban un hombre de gran fortaleza. Ocupaba un puesto en el sur de Birmania cuando llegó la orden de rebasar la frontera, y sus amigos lo llamaban así por su modo de entonar una canción birmana que empezaba con unas palabras muy parecidas. La mayoría de los hombres que han estado allí conocen la melodía, y su letra significa: «¡Puff puff, puff, puff, enorme barco de vapor!». Georgie la cantaba acompañado de su banjo mientras sus compañeros vociferaban con entusiasmo; y cualquiera podía oírlos a lo lejos, en los bosques de teca. Cuando se marchó al norte del país, no tenía en gran estima ni a Dios ni al Hombre, pero sabía cómo hacerse respetar, y cómo llevar a cabo las tareas militares y civiles que, en aquellos meses, recaían en casi todo el mundo. Hacía su trabajo de oficina e invitaba a su casa, de vez en cuando, a los destacamentos de soldados sacudidos por la fiebre que avanzaban a ciegas por la región, en busca de algún grupo de bandidos fugitivos de la justicia. En ocasiones, salía de casa y perseguía a malhechores por su cuenta; pues el fuego no se había extinguido en el país y, en el momento más inesperado, cualquier chispa podía avivar las llamas de nuevo. Disfrutaba de aquellos tiroteos, aunque no fueran tan divertidos para los bandidos. Todos los oficiales que lo trataban, se despedían de él convencidos de que Georgie Porgie era una persona de gran valía, muy capaz de cuidar de sí mismo, y, en virtud de esta opinión, lo dejaban hacer su voluntad. Al cabo de unos pocos meses, se cansó de su soledad y empezó a buscar compañía y un poco de refinamiento. La Ley de la Reina se aplicaba sólo de manera incipiente en la región, y la Opinión pública, más poderosa que la Ley de la Reina, todavía brillaba por su ausencia. Además, existía una costumbre en el país que permitía a los hombres blancos casarse con una de las Hijas de la Tierra después de pagar cierta cantidad. No era una ceremonia de boda tan vinculante como la nikkah de los mahometanos, pero las esposas eran encantadoras. Cuando nuestras tropas regresen de Birmania, brotará de sus labios un refrán: «Tan ahorrativa como una mujer birmana», y las bellas damas inglesas desearán saber qué demonios significa esto. El cacique de la aldea más cercana al puesto de Georgie Porgie tenía una hermosa hija que había visto al joven y lo amaba a distancia. Cuando corrió la noticia de que el inglés de manos fuertes que vivía en la empalizada estaba buscando a alguien que se ocupara de su casa, el cacique fue a decirle que, por quinientas rupias, le confiaría el cuidado de su hija, para que la honrara, la respetara y le proporcionase toda clase de comodidades y de vestidos bonitos, conforme a la costumbre del país. Así se hizo, y Georgie Porgie nunca se arrepintió. Vio cómo su hogar se convertía en un lugar ordenado y confortable, y cómo sus gastos, hasta entonces desmedidos, se reducían a la mitad; y sintió cómo le mimaba y adoraba su nueva adquisición, que se sentaba en la cabecera de su mesa, le cantaba canciones y se encargaba de dar órdenes a los criados madrasíes. Y era una joven todo lo dulce, alegre, honrada y adorable que habría podido desear el más exigente de los solteros. Ninguna raza, según los expertos, produce esposas y amas de casa tan buenas como los birmanos. Cuando llegó el siguiente destacamento que marchaba esforzadamente camino de la guerra, el alférez al mando encontró en la mesa de Georgie Porgie una anfitriona a la que respetar, una mujer a la que tratar en todos los sentidos como alguien que ocupara una sólida posición. Cuando reunió a sus hombres al día siguiente al amanecer, y volvió a internarse en la selva, recordó con nostalgia la sencilla y agradable cena y el hermoso rostro, y envidió a Georgie Porgie desde el fondo de su corazón. Y eso que él tenía una novia en Inglaterra, pero así es como han sido hechos algunos hombres. La joven birmana no tenía un nombre bonito, pero Georgie Porgie se apresuró a bautizarla con el de Georgina, y el defecto se subsanó. Georgie Porgie estaba encantado de que lo mimasen y de que lo colmaran de comodidades, y juraba que nunca había gastado quinientas libras con un fin mejor. Después de tres meses de vida hogareña, se le ocurrió una gran idea. El matrimonio -el matrimonio inglés- no podía ser algo tan malo, después de todo. Si se sentía tan bien en el quinto infierno con aquella muchacha birmana que fumaba cigarros, ¡cuánto más agradable sería estar con una joven inglesa que no los fumara y que tocase el piano en lugar del banjo! Además, deseaba regresar con los suyos, oír de nuevo una banda de música, y volver a experimentar la sensación de llevar un traje de etiqueta. Decididamente, el matrimonio sería algo muy bueno. Reflexionó largo y tendido sobre el asunto al anochecer, mientras Georgina le cantaba, o le preguntaba por qué estaba tan silencioso, y si lo había ofendido en algo. Al tiempo que meditaba, firmaba y observaba a Georgina, su imaginación la convertía en una joven inglesa rubia, ahorrativa, divertida y alegre, con el cabello cayéndole en la frente, y tal vez un cigarrillo en los labios. De ningún modo un cigarro birmano, grande, grueso, de esos que fumaba Georgina Se casaría con una muchacha con los ojos de Georgina y muy parecida a ella. Pero no exactamente igual. Podía mejorarse. Dos anchas espirales de humo salieron por sus orificios nasales y se desperezó. Probaría el matrimonio. Georgina lo había ayudado a ahorrar dinero, y le debían seis meses de permiso. -Verás, mujercita -dijo-, tenemos que gastar menos durante los próximos tres meses. Necesito dinero. Aquello era una verdadera infamia contra el gobierno de la casa de Georgina, pues ella estaba orgullosa de sus economías; pero, si su Dios quería dinero, ella pondría todo de su parte. -¿Necesitas dinero? -preguntó riendo-. Pues yo lo tengo. ¡Mira! Corrió a su cuarto y trajo una pequeña bolsa de rupias. -Ahorro algo de lo que me das. ¿Ves? Ciento siete rupias. ¿Acaso puedes necesitar más dinero? Cógelo. Será un placer para mí que lo uses. La joven esparció las monedas sobre la mesa y, con sus dedos ágiles, pequeños y de un amarillo muy pálido, las empujó hacia él. Georgie Porgie no volvió a hablar de economías en el hogar. Tres meses más tarde, después de enviar y recibir varias cartas misteriosas que Georgina fue incapaz de entender, y que aborreció por ese motivo, Georgie Porgie le anunció su marcha y le dijo que debía regresar a casa de su padre y quedarse allí. Georgina se echó a llorar. Ella acompañaría a su Dios hasta el fin del mundo. ¿Por qué tenía que abandonarlo? Estaba enamorada de él. -Únicamente voy a Rangún -dijo Georgie Porgie-. Volveré dentro de un mes, pero estarás más segura con tu padre. Te dejaré doscientas rupias. -Si sólo te vas un mes, ¿para qué necesito doscientas rupias? Me basta y me sobra con cincuenta. Aquí hay algo que no encaja. No te marches, o al menos deja que te acompañe. A Georgie Porgie no le gusta recordar aquella escena ni siquiera hoy en día. Al final se deshizo de Georgina por una cantidad intermedia de setenta y cinco rupias, pues la joven se negó a aceptar más dinero. Entonces se dirigió en un pequeño vapor y en tren hasta Rangún. Las cartas misteriosas le habían concedido seis meses de permiso. Tanto su huida como la sensación de que quizá se había comportado de un modo...



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