Aimard / Nemo | Novelistas Imprescindibles - Gustave Aimard | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 12, 400 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

Aimard / Nemo Novelistas Imprescindibles - Gustave Aimard


1. Auflage 2020
ISBN: 978-3-96799-068-3
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 12, 400 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

ISBN: 978-3-96799-068-3
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Gustave Aimard que son Las noches mejicanas y Los merodeadores de fronteras. Gustave Aimard, novelista popular francés que escribió historias de aventuras sobre la vida en la frontera americana y en México. Fue el principal practicante francés del siglo XIX de la novela del oeste. Novelas seleccionadas para este libro: - Las noches mejicanas. - Los merodeadores de fronteras.Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Gustave Aimard (13 de septiembre de 1818[1] - 20 de junio de 1883) fue el autor de numerosos libros sobre América Latina.

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I. EL FUGITIVO.
Las inmensas selvas vírgenes que cubrían el territorio de la América septentrional tienden cada vez más a desaparecer bajo los hachazos precipitados de los squatters y de los desmontadores americanos, cuya actividad insaciable hace que los límites de los desiertos vayan retrocediendo de continuo hacia el Oeste. Ciudades florecientes, campos bien labrados y cuidadosamente sembrados, ocupan ahora las regiones en que, apenas hace diez años, se alzaban bosques impenetrables cuyas ramas seculares, solo dejaban penetrar a duras penas los rayos del sol, y cuyas inexploradas profundidades cobijaban animales de todas clases, sirviendo al paso de guarida a hordas de indios nómadas, cuyas costumbres belicosas hacían resonar con frecuencia el grito de guerra bajo aquellas bóvedas majestuosas de ramas y de hojarasca. Hoy los bosques han caído; sus sombríos habitantes, rechazados paulatinamente por la civilización que les persigue sin tregua ni descanso, han huido paso a paso delante de ella; han ido a buscar a lo lejos otros retiros más seguros, llevándose consigo los huesos de sus padres a fin de que no fuesen desenterrados y profanados por la desapiadada reja del arado de los blancos, que traza su largo y productivo surco sobre sus antiguos territorios de caza. Este desmonte continuo, incesante, del continente americano ¿será un mal? No por cierto; al contrario, el progreso, que marcha a pasos agigantados y tiende a trasformar antes de un siglo el suelo del Nuevo Mundo, merece todas nuestras simpatías. Sin embargo, no podemos menos de experimentar un sentimiento de dolorosa conmiseración hacia esa raza infortunada puesta brutalmente fuera de la ley, acorralada sin compasión por todos lados, que disminuye de día en día y se ve condenada de un modo fatal a desaparecer muy pronto de aquella tierra, cuyo inmenso territorio, hace todo lo más cuatro siglos, cubría con sus innumerables masas. Si el pueblo elegido por Dios para operar los cambios que señalamos hubiese comprendido su misión, quizás a una obra de sangre y de carnicería la hubiera convertido en una obra de paz y de paternidad; y armándose con los divinos preceptos del Evangelio, en vez de cogerlos rifles, las teas incendiarias y los sables, hubiera llegado, en un tiempo dado, a verificar una fusión de las dos razas, blanca y roja, y a obtener un resultado más provechoso para el progreso, para la civilización, y sobre todo para esa gran fraternidad de los pueblos que a nadie le es lícito despreciar, y de la que un día tendrán que dar terrible y estrecha cuenta todos aquellos que, olvidan sus preceptos divinos y sagrados. No se convierte uno impunemente en asesino de una raza entera; no se baña a sabiendas en la sangre inocente, sin que al fin esa sangre clame venganza, sin que el día de la justicia brille y llegue bruscamente a echar su espada en la balanza entre los vencedores y los vencidos. En la época en que comienza nuestra historia, es decir, hacia fines del año de 1812, la emigración no había adquirido todavía ese acrecentamiento inmenso que muy luego debía llegar a tener; acababa de comenzar, por decirlo así, y los vastos bosques que se extendían y cubrían un espacio inmenso entre las fronteras de los Estados Unidos y de Méjico, solo eran recorridos por los pasos furtivos de los traficantes y de los cazadores de los bosques, o por los mocasines silenciosos de los pieles rojas. En medio de uno de los inmensos bosques que acabamos de mencionar, es donde comienza nuestro relato, el 27 de octubre de 1812, hacia las tres de la tarde. El calor había sido sofocante bajo la enramada; pero en aquel momento los rayos del sol, cada vez más oblicuos, alargaban la sombra de los árboles, y la brisa de la tarde, que acababa de levantarse, refrescaba la atmósfera y se llevaba a lo lejos las nubes de mosquitos que durante toda la mañana habían estado zumbando y revoloteando encima de los pantanos. Era en las orillas de un afluente perdido del Arkansas: los árboles de ambos lados, inclinados suavemente, formaban una espesa bóveda verde sobre sus aguas apenas rizadas por el soplo inconstante de la brisa: en algunas partes, flamantes de color de rosa, garzas blancas plantadas sobre sus largas patas, pescaban su comida con esa mansedumbre indolente que por lo general caracteriza a la raza de los grandes zancudos; pero de improviso se pararon, tendieron el cuello hacia adelante, como para escuchar algún ruido desusado, y echando a correr repentinamente para olfatear en dirección del viento, emprendieron el vuelo lanzando gritos de terror. De pronto resonó un tiro, repetido por los ecos del bosque, y cayeron dos flamantes. En el mismo instante una piragua ligera dobló con rapidez un cabo pequeño formado por manglares que se avanzaban sobre el lecho del río, y comenzó a perseguir a los dos flamantes que habían caído al agua: uno de ellos había quedado muerto en el acto, y era arrastrado por la corriente; pero el otro, levemente herido al parecer, huía con extremada rapidez y nadaba con vigor. La embarcación de que hemos hablado era una piragua india construida con corteza de abedul arrancada del tronco por medio de agua caliente. En la piragua no había más que un solo hombre; su rifle, colocado en la proa, y que todavía echaba humo, probaba que él era quien había disparado el tiro. Haremos el retrato de este personaje, que está llamado a representar un papel importante en nuestra narración. Según podía juzgarse en aquel momento por razón de su postura en la piragua, era un hombre de estatura elevada; su cabeza, algo pequeña, se hallaba unida por un cuello robusto a unos hombros de una anchura poco común; músculos duros como cuerdas se destacaban en sus brazos a cada movimiento que hacían; en resumen, todo el aspecto de aquel individuo denotaba un vigor llevado a su último límite. Su rostro, animado por unos ojos grandes y azules, chispeantes de sagacidad, tenía una expresión de franqueza y de lealtad que agradaba desde el primer momento, y que completaba el conjunto de sus facciones regulares y de su ancha boca sobre la cual se deslizaba una eterna sonrisa de buen humor. Tendría, cuando más, de veintitrés a veinticuatro años, aunque su tez tostada por la intemperie de las estaciones y la poblada barba de un rubio claro que cubría la parte inferior de su cara, le hacían aparentar más edad. Aquel hombre vestía el traje de cazador de las selvas; un gorro de piel de castor, cuya cola colgaba sobre sus espaldas, sujetaba con sumo trabajo los espesos rizos de su dorada cabellera, que caía en desorden sobre sus hombros; una blusa de caza, de percal azul, oprimida en las caderas por un cinturón de piel de gamo, le caía hasta cerca de sus nervudas rodillas; unos mitasses o especie de calzones ceñidos cubrían sus piernas, y sus pies estaban guarecidos de las espinas y de las picaduras de los reptiles por unos mocasines indios. Su morral, de cuero curtido, le colgaba del hombro izquierdo en forma de bandolera, y, como sucede a todos los audaces cazadores de las selvas vírgenes, sus armas consistían en un buen rifle, un cuchillo de monte de hoja recta de diez pulgadas de longitud y dos de anchura, y una hacha de hierro que brillaba como un espejo. Estas armas, exceptuando naturalmente el rifle, estaban colgadas de su cinturón, el cual sostenía además dos cuernos de bisonte llenos de pólvora y de balas. Equipado de este modo, navegando en aquella piragua rodeada por un paisaje imponente, el aspecto de aquel hombre tenía algo de grandioso, que imponía e inspiraba un respeto involuntario. El cazador de los bosques, propiamente dicho, es uno de esos numerosos tipos del Nuevo Mundo que no tardarán en desaparecer por completo ante los progresos incesantes de la civilización. Los cazadores de los bosques, esos atrevidos exploradores de los desiertos, en los cuales trascurría su existencia entera, eran unos hombres que, impulsados por un espíritu de independencia y un deseo desenfrenado de libertad, sacudían, para no volver a someterse nunca a ellos, los pesados vínculos con que la sociedad sujeta a sus miembros, y que, sin más objeto que el de vivir y morir sin verse avasallados por ninguna otra voluntad que no sea la suya, nunca impulsados por la esperanza de ningún lucro, cosa que despreciaban por completo, abandonaban las ciudades y se internaban resueltamente en las selvas vírgenes; vivían al día, indiferentes respecto de lo presente, sin cuidarse de lo porvenir, convencidos de que nunca les faltaría Dios en un momento de necesidad, y colocándose así fuera de la ley común, que desconocían, en el último límite que separa a la barbarie de la civilización. La mayor parte de los cazadores más afamados que vivían en los bosques fueron canadienses. En efecto, en el carácter normando hay algo de osado y aventurero, que es muy a propósito para ese género de vida lleno de peripecias singulares y de sensaciones deliciosas cuyo encanto embriagador solo pueden comprender aquellos que lo han disfrutado. Los canadienses nunca han admitido como principio el cambio de nacionalidad que los ingleses han intentado imponerles; se han considerado siempre a sí mismos como franceses; sus ojos han quedado constantemente fijos en esa ingrata madre patria que con tan cruel indiferencia los abandonó. Aún hoy en día, al cabo de tantos años, los canadienses continúan siendo franceses; su fusión con la raza anglo-sajona solo es aparente, y bastaría el pretexto más leve para...



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