de Saint-Exupéry | Tierra de los hombres | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 3, 172 Seiten

Reihe: Los libros de Mendel

de Saint-Exupéry Tierra de los hombres


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-121152-9-1
Verlag: Ladera norte
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 3, 172 Seiten

Reihe: Los libros de Mendel

ISBN: 978-84-121152-9-1
Verlag: Ladera norte
Format: EPUB
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Una nueva traduccio?n y un esclarecedor ape?ndice justifican la reedicio?n de este cla?sico de Antoine de Saint-Exupe?ry, el libro que mejor expresa los valores humanistas del autor de El Principito. Escrito en clave autobiogra?fica, Tierra de los hombres narra los momentos culminantes del trabajo de Saint-Exupe?ry en la sociedad Latécoère, compan?i?a francesa pionera en abrir rutas de correo áereo a lo largo de todo el planeta durante la de?cada de los an?os treinta del siglo xx, a través de cordilleras, desiertos y océanos. La amplitud de su mirada no es so?lo producto de ver el mundo desde el aire por primera vez, lo que nos recuerda la fascinación de los primeros exploradores, sino de su capacidad de introspeccio?n. Volar es para Saint-Exupe?ry lo que navegar para Joseph Conrad: una realidad sobrecogedora y una excusa para entender el alma humana. El sentido de la vida esta? cifrado en la comunicación, en la amistad, en el deber cumplido, en la capacidad para resistir el dolor, en el empen?o de encontrar un propo?sito creativo a la existencia, en la combinacio?n de pasio?n y pensamiento. Para ello son necesarios los «jardineros» que «cultiven» a los jóvenes.  Publicado en 1939, en los albores de la guerra que supuso el suicidio de Europa y que al autor le costari?a la vida (desapareció, probablemente derribado por un avión alemán, en una misión de reconocimiento el 31 de julio de 1944), Tierra de los hombres nos reconcilia con el milagro de la existencia.

Antoine de Saint-Exupéry nació en 1900 en Lyon, en el seno de una familia noble venida a menos, y murió en 1944, en el curso de una misión aérea de reconocimiento mientras luchaba contra los nazis. Poeta, narrador, dibujante, periodista, inventor, matemático y aviador, su fama mundial se debe a El Principito, uno de los libros más leídos y traducidos de la historia que, paradójicamente, ha ocultado el resto de su obra. Con estudios de arte y arquitectura y tras un fugaz paso por la marina, dedicó buena parte de su vida a la aviación, de la que fue pionero en la apertura de rutas, del desierto del Sáhara a Los Andes. Nunca dejó de escribir, y los principales libros que publicó en vida fueron éxitos rotundos entre los lectores de la época: Correo del Sur, Vuelo nocturno, Piloto de guerra y Tierra de los hombres.

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II.
Los camaradas
1
Algunos camaradas, entre ellos Mermoz, crearon la línea francesa entre Casablanca y Dakar a través del Sáhara insumiso. Como los motores de entonces no resistían mucho, una avería dejó a Mermoz a merced de los moros. Dudaron a la hora de matarle, le mantuvieron prisionero quince días, después le vendieron. Y Mermoz reanudó sus vuelos con el correo sobre los mismos territorios. Cuando se abrió la línea de América, a Mermoz, siempre a la vanguardia, se le encargó estudiar el tramo de Buenos Aires a Santiago de Chile y, tras un puente sobre el Sáhara, tender otro por encima de los Andes. Se le confió un avión que volaba a una altura máxima de cinco mil doscientos metros. Las cimas de la cordillera se elevan a siete mil. Y Mermoz despegó para encontrar los pasos. Después de la arena, Mermoz se enfrentó a la montaña, a esos picos que, con el viento, sueltan su echarpe de nieve, a ese desvanecimiento de todo antes de la tormenta, a esos torbellinos tan fuertes que, entre dos murallas de rocas, obligan al piloto a emprender una suerte de lucha a cuchillo. Mermoz entablaba aquellos combates sin saber nada del adversario, sin saber si sale uno con vida de semejantes asedios. Mermoz «ensayaba» para los demás. Al final, un día, a fuerza de «ensayar», se halló prisionero de los Andes. Encallados, a cuatro mil metros de altitud, sobre una meseta de paredes verticales, su mecánico y él intentaron durante dos días escapar de allí. Estaban atrapados. Entonces jugaron su última carta: lanzaron el avión al vacío, rebotaron con fuerza sobre el suelo irregular, hasta el precipicio, por el que pasaron. El avión, en la caída, cogió al fin suficiente velocidad para obedecer de nuevo a los mandos. Mermoz lo enderezó frente a una cima, tocó la cumbre y, con el agua brotando por todas las tuberías del aparato, reventadas durante la noche a causa del hielo, averiado ya a los siete minutos de vuelo, divisó la planicie chilena, bajo él, como una tierra prometida. Al día siguiente volvió a empezar. Cuando los Andes estuvieron bien explorados, una vez puesta a punto la técnica de las travesías, Mermoz confió aquel tramo a su camarada Guillaumet y se fue a explorar la noche. El alumbrado de nuestras escalas no existía aún y sobre las pistas de aterrizaje, en noches oscuras, se alineaba frente a Mermoz la escasa iluminación de tres fogatas de gasolina. Salió adelante y abrió la ruta. Cuando la noche estuvo domesticada, Mermoz probó con el océano. Y el correo, desde 1931, fue transportado por primera vez en cuatro días desde Toulouse hasta Buenos Aires. A la vuelta, Mermoz sufrió una fuga de aceite en mitad del Atlántico Sur y sobre un mar embravecido. Un barco le rescató. A él, al correo y a su tripulación. Así, Mermoz había explorado las arenas, la montaña, la noche y el mar. Se había hundido más de una vez en las arenas, la montaña, la noche y el mar. Y cada vez que regresó fue siempre para volver a partir. Al final, tras doce años de trabajo, cuando una vez más sobrevolaba el Atlántico Sur, indicó con un breve mensaje que apagaba el motor derecho de la parte trasera. Después se hizo el silencio. La noticia no parecía demasiado inquietante y, sin embargo, tras diez minutos de silencio, todos los puestos de radio de la línea, desde París hasta Buenos Aires, iniciaron su búsqueda en medio de la angustia. Pues si diez minutos de retraso no tienen mucha importancia en la vida diaria, en la aviación postal adquieren una gran trascendencia. En lo más profundo de ese tiempo muerto se encuentra encerrado un suceso aún desconocido. Insignificante o triste, hace rato que ha ocurrido. El destino ha pronunciado su sentencia y contra esa sentencia ya no hay apelación: una mano de hierro ha conducido a una tripulación al amerizaje sin consecuencias o a la destrucción. Pero el veredicto no se les ha comunicado a quienes están a la espera. ¿Quién entre nosotros no ha conocido esas esperanzas cada vez más y más débiles, ese silencio que se agrava minuto a minuto como una enfermedad fatal? Esperamos, las horas fueron transcurriendo y poco a poco se hizo tarde. Tuvimos que entender que nuestros camaradas no regresarían, que reposaban en aquel Atlántico Sur sobre el que tan a menudo habían surcado el cielo. Mermoz, en definitiva, se había atrincherado tras su obra, como el segador que, tras atar bien su gavilla, se acuesta en el campo. Cuando un camarada muere así, su muerte parece que no es más que un acto de servicio y al principio tal vez duele menos que otra. Por supuesto, se ha ido lejos, después de realizar su último traslado de escala, pero aún no extrañamos su presencia de manera tan honda como el pan cuando nos falta. Tenemos, en efecto, la costumbre de esperar durante mucho tiempo los reencuentros. Porque están dispersos por el mundo, los camaradas de línea, desde París a Santiago de Chile, aislados, un poco como centinelas que no hablaran mucho. Es necesario el azar de los viajes para reunir, aquí y allá, a los miembros dispersos de la gran familia profesional. En torno a la mesa una noche, en Casablanca, en Dakar, en Buenos Aires, se prosiguen, tras años de silencio, esas conversaciones interrumpidas, se reanudan los viejos recuerdos. Después vuelve uno a marcharse. La tierra, así, a la vez está desierta y es rica. Rica en esos jardines secretos, ocultos, a los que es difícil llegar, pero a los que la profesión nos conduce siempre, un día u otro. La vida tal vez aleja a los camaradas, nos impide pensar demasiado, pero están en alguna parte, no sabemos dónde, silenciosos y olvidados, ¡aunque tan fieles! ¡Y si nos cruzamos en su camino nos sacuden por los hombros con hermosas explosiones de alegría! Por supuesto, tenemos la costumbre de esperar… Pero poco a poco descubrimos que la risa clara de aquél no la escucharemos nunca más, descubrimos que ese jardín de ahí nos está vedado para siempre. Entonces comienza nuestro verdadero duelo, que no es desgarrador, sino un poco amargo. Nada jamás, en efecto, reemplazará al compañero perdido. No se hacen, así como así, los viejos camaradas. Nada supera el tesoro de tantos recuerdos comunes, de tantos malos momentos vividos juntos, de tantas disputas, reconciliaciones, tantos impulsos del corazón. Esas amistades no se reconstruyen. Si uno planta un roble es inútil esperar ponerse pronto a cubierto bajo sus hojas. Así es la vida. Nos hemos enriquecido al principio, hemos plantado durante años, pero llega el día en que el tiempo deshace ese trabajo y deforesta. Los camaradas, uno a uno, dejan de darnos su sombra. Y a nuestro duelo, a partir de ahora, se une el secreto pesar de envejecer. Esa es la moral que Mermoz y otros nos han enseñado. La grandeza de una profesión consiste quizá, sobre todo, en unir a los hombres. No hay más que un verdadero lujo. Y es el de las relaciones humanas. Trabajando sólo por los bienes materiales, construimos nuestra propia prisión. Nos encerramos a solas con nuestras monedas de ceniza, que no proporcionan nada por lo que valga la pena vivir. Si busco entre mis recuerdos los que me han dejado una sensación duradera, si hago balance de los momentos que han sido valiosos, sin duda alguna vuelvo a encontrar aquellos que ninguna fortuna me habría podido procurar. No se compra la amistad de un Mermoz, de un compañero al que las pruebas vividas en común han unido a nosotros para siempre. Esa noche de vuelo y esas cien mil estrellas, esa serenidad, esa sensación de soberanía durante unas horas, el dinero no puede comprarlas. Ese aspecto nuevo del mundo tras la etapa difícil, esos árboles, esas flores, esas mujeres, esas sonrisas recién coloreadas por la vida que nos acaban de devolver al alba, esa sinfonía de pequeñas cosas que nos recompensan, el dinero no las compra. Ni esa noche vivida en zona rebelde, cuyo recuerdo vuelve a mi memoria. Éramos tres las tripulaciones de la Aeropostal encalladas al caer el día en la costa de Río de Oro. Mi camarada Riguelle había aterrizado primero, a raíz de que se le rompiera una biela. Otro camarada, Bourgat, había tomado tierra a su vez para recoger a su tripulación, pero una avería sin importancia le dejó también clavado en el suelo. Al final descendí yo, pero en cuanto llegué cayó la noche. Decidimos salvar el avión de Bourgat y, para llevar a buen término la reparación, esperar a que se hiciera de día. Un año antes nuestros camaradas Gourp y Érable, durante una avería justo allí, habían sido asesinados por los rebeldes. Sabíamos también que aquel mismo día una banda armada con trescientos fusiles había acampado en algún lugar cerca de Bojador. Nuestros tres aterrizajes, visibles desde lejos, tal vez les habían alertado. E iniciamos una vigilia que podía ser la última. De modo que nos acomodamos para la noche. Tras descargar de los compartimentos del equipaje cinco o seis cajas de mercancías, las habíamos vaciado y colocado en círculo y, dentro de cada una de ellas, como en el hueco de una garita, habíamos encendido una triste vela, mal protegida contra el viento. Así, en mitad del desierto, sobre la corteza desnuda del planeta, en un aislamiento propio de los primeros años del mundo, construimos un pueblo de hombres. Agrupados para pasar la noche en esa gran plaza de nuestro pueblo, aquel retal de arena sobre el que nuestras cajas esparcían un trémulo fulgor, esperamos. Esperamos el amanecer, que nos salvaría. O a los moros. Y no sé quién dio a aquella noche sabor a Navidad. Nos contamos recuerdos, bromeamos y cantamos. Experimentamos el mismo ligero entusiasmo que se siente en...



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