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E-Book

E-Book, Spanisch, 200 Seiten

Reihe: Entrelíneas

Douglas Yo soy Espartaco

Rodar una película, acabar con las listas negras
1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-943676-5-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Rodar una película, acabar con las listas negras

E-Book, Spanisch, 200 Seiten

Reihe: Entrelíneas

ISBN: 978-84-943676-5-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Más de cincuenta años después de la filmación de su epopeya Spartacus, Kirk Douglas revela el fascinante drama que tuvo lugar durante la realización de la legendaria película del gladiador. En una era políticamente convulsa, cuando los magnates de Hollywood rechazaban contratar mediante acusaciones de simpatías comunistas, Douglas escogió para escribir el guión a Dalton Trumbo, un guionista puesto en la lista negra, uno de los hombres que habían ido a prisión tras declarar ante el Comité de Actividades sobre sus afiliaciones políticas. Con su futuro financiero en juego, Douglas se sumergió en una producción tumultuosa. Como productor y como protagonista de la película, afrontó momentos explosivos con el joven director Stanley Kubrick y feroces luchas y negociaciones con personalidades como Laurence Olivier, Carlos Laughton, Peter Ustinov, y Lew Wasserman. Escrito con el corazón y tras una meticulosa investigación de sus propios archivos, Douglas, a la edad de noventa y siete, mira lúcidamente hacia atrás sobre las audaces decisiones que se vio obligado a tomar, entre las que cabe destacar su coraje moral al dar crédito público a Trumbo, una acción tan eficaz como arriesgada, pero que supuso el fin de la notoria lista negra de Hollywood.

Uno de los seis hijos de una familia de inmigrantes rusos, cambió su nombre por el de Isidore Demky en un primer momento, y más tarde sería conocido como Kirk Douglas. Tuvo que trabajar duro para acceder a sus primeros estudios en la St. Lawrence University y más tarde terminó ingresando en la American Academy of Dramatic Art, pagando sus estudios con las ganancias obtenidas en combates de lucha. Su carrera artística comenzó sobre los escenarios teatrales de Broadway en 1941 hasta que la guerra interrumpe su ascenso (sirvió en la marina entre 1942-1943 y regresó a casa herido). A su regreso, mientras reemplazaba en una obra teatral a Richard Widmark en Broadway, Lauren Bacall se fijó en él y lo recomendó al productor Hal Walis. En 1946 rodó su primera película El extraño amor de Marta Ivers donde dio vida a un político alcohólico. Su primer éxito le llegó con la interpretación de un implacable boxeador en El ídolo de barro (1949). Sin embargo no será hasta la década de los cincuenta cuando se haga famoso entre el público. Luego vendrían títulos como Senderos de Gloria o Cautivos del mal, pero sus mejores películas las rodaría en 1960: Un extraño en mi vida y Espartaco. A partir de 1970 comienza a desarrollar una interesante carrera paralela como productor.

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I «De todas las ciudades y provincias tenemos listas de los desleales.» Laurence Olivier, en el papel de Marco Licinio Craso En la sala del comité de investigación del viejo complejo de edificios del Capitolio, el congresista J. Parnell Thomas, republicano por Nueva Jersey, pedía orden a golpe de maza en la sesión del Comité de Actividades Anti-estadounidenses (HUAC). Era el jueves 28 de octubre de 1947. Diez hombres, guionistas y directores de cine, habían sido convocados a comparecer ante el comité para prestar declaración sobre sus filiaciones políticas anteriores y presentes. Nueve de ellos eran guionistas: Dalton Trumbo, Albert Maltz, Ring Lardner hijo, Lester Cole, Alvah Bessie, Herbert Biberman, John Howard Lawson, Samuel Ornitz y Adrian Scott. Uno era director: Edward Dmytryk. Estos hombres, conocidos como «Los Diez de Hollywood», consideraban que la investigación del HUAC suponía intrínsecamente una violación de los derechos de libertad de expresión y libre asociación que les otorgaba la Primera Enmienda, contraria a los principios de la nación, y así se proponían expresarlo públicamente. El primer testigo de aquel frío día de octubre fue Dalton Trumbo. Levantó la mano derecha y se le preguntó si juraba decir «la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios». Trumbo respondió: «Lo juro». Pero enseguida quedó patente para cualquier estadounidense imparcial que la única «verdad» que deseaba escuchar el comité —del que formaba parte un congresista primerizo y desconocido llamado Richard M. Nixon— era cualquier cosa, cierta o no, que confirmara el veredicto predeterminado para esos diez hombres: culpable. En aquella sala abarrotada estaban sentados inmediatamente detrás de Trumbo algunos miembros del Comité de la Primera Enmienda, un grupo de Hollywood fundado para apoyar a los testigos citados para comparecer. De la delegación de estrellas de cine que viajó a Washington D.C. en un avión privado proporcionado por Howard Hughes formaban parte Humphrey Bogart y su joven esposa, Lauren Bacall, así como Gene Kelly, Danny Kaye, John Garfield y John Huston. Yo conocía a Lauren Bacall de Nueva York. La primera vez que la vi fue un gélido día de invierno de 1940, cuando ambos éramos esforzados alumnos de la American Academy of Dramatic Arts. Ella solo tenía dieciséis años y acababa de ingresar en la academia. Y yo era un veterano, un «hombre mayor», con ya veintitrés años de edad. En aquella época ella era Betty Joan Perske. Para mí sigue siendo Betty. Con la intransigente honestidad que la caracteriza hasta el día de hoy, Bacall expuso con rotundidad en su autobiografía lo que vio desarrollarse ante sí en aquella sala: Cuando se les preguntó a testigos como […] Dalton Trumbo […] si eran miembros del Partido Comunista y se negaron a responder, sencillamente ejercieron los derechos que les garantiza la Constitución. Tampoco estaban dispuestos a contestar si eran miembros del Sindicato de Guionistas Cinematográficos. La afiliación política no era de la incumbencia de la comisión […] «Y mientras» Thomas seguía dándole alegremente al martillo. Todo aquello me parecía increíble; aquel idiota sentado allí arriba, tan orgulloso de su cargo, tenía la facultad de meter a aquellos hombres en la cárcel.2 En un tono atronador, J. Parnell Thomas arrojó el guante a todos y cada uno de los testigos que comparecieron ante el comité: Presidente: ¡¿Está usted o ha estado afiliado al Partido Comunista?! Sr. Trumbo: Creo que tengo derecho a ver las pruebas que tengan que sustenten esa pregunta. Lo que el arrogante presidente no esperaba era interrogar a un testigo tan combativo y con tanta facilidad de palabra como Dalton Trumbo: Presidente: Oh. ¿Le gustaría? Sr. Trumbo: Sí. Presidente: Pronto lo verá. [Golpeando con la maza.] El testigo puede retirarse. ¡Imposible! Sr. Trumbo: ¡Este es el comienzo… Presidente: [Sin dejar de golpear con la maza.] ¡Silencio! Sr. Trumbo: … en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas! Presidente: ¡Típicas tácticas comunistas! ¡Esa es la típica táctica de los comunistas! [Golpeando con la maza.] El oficioso cabrón de Thomas aporreó la mesa con la maza y Dalton Trumbo fue sacado de la sala por la fuerza. Pero las sesiones no eran ninguna broma. Dalton Trumbo y el resto de «Los Diez de Hollywood» perdieron literalmente la libertad. Todos acabarían en la cárcel por desacato al congreso estadounidense. En aquel momento de mi vida yo todavía era un joven actor con mucho futuro. Junto a millones de estadounidenses, escuchaba en la radio los titulares de las sesiones. La televisión, que aún era un medio muy nuevo, no los recogía. De hecho, tan solo un mes antes me había comprado mi primer televisor para ver la Serie Mundial de béisbol la primera vez que se retransmitió por televisión. Los Dodgers de Brooklyn de Jackie Robinson jugaban contra los Yankees de Nueva York. Aun en aquella pantalla tan diminuta, no pude evitar quedar impresionado por la elegancia y el talento de aquel novato negro tan decisivo en todos los partidos. Dos años después, Jackie Robinson también fue citado para comparecer ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses para declarar sobre su vinculación con el controvertido cantante Paul Robeson. Como es natural, no tenía ninguna. La única conexión que había entre ambos es que los dos eran negros, lo cual bastaba para J. Parnell Thomas. Era la época de la culpabilidad por asociación. Yo no fui citado como testigo, ni se me pidió que me uniera a Bacall, Bogart y los demás, pues no tenía un «nombre» lo bastante significativo para que le importara a los periódicos. En aquel momento todavía no había hecho más que una película: El extraño amor de Martha Ivers. Mis recuerdos de aquella época llevan un título distinto: «La extraña vida de Kirk Douglas». Llegué a Hollywood en 1945, recién descendido del tren procedente de Nueva York, teniendo muy poca conciencia de las controversias políticas que estaban empezando a afectar al negocio del cine. No sabía nada del primer ciclo de sesiones del HUAC celebrado durante la guerra, mientras prestaba servicio militar en el extranjero, en la Marina. Tampoco tenía idea de que tanto Robert Rossen, el guionista de El extraño amor de Martha Ivers, como su director, Lewis Mileston, mantuvieran convicciones políticas que posteriormente les supusieran problemas. ¡Diablos! En ese momento lo único que yo sabía era que iba a Hollywood para protagonizar una película. Eso es todo lo que me dijeron antes de salir de Nueva York: Yo pensaba que había sido seleccionado para ser el galán romántico de la película, frente a Barbara Stanwyck. Cuando bajé del tren en Los Ángeles, el representante del estudio me informó de inmediato de que quien iba a interpretar ese papel era el señor Van Heflin, no yo. Me habían escogido como tercera figura. Había atravesado todo el país estudiándome el papel equivocado. Para mi primer día de rodaje, la Paramount envió una limusina para que me recogiera y me llevara al plató. Me quedé estupefacto. Fue muy emocionante para mí. Pero cuando el chófer se detuvo a pocos metros de aquellos portones de Melrose Avenue me quedé atónito al ver en la entrada unos piquetes irritadísimos. Fue en ese mismo momento cuando me enteré de que en el estudio se estaba desarrollando una huelga. Era la más reciente —y resultaría ser la última— de una serie de huelgas por un conflicto en el que estaban implicados los principales estudios y la Asociación de Sindicatos de Estudios de Cine, izquierdista. Las organizaciones sindicales pedían al Sindicato de Actores de Cine [SAG] que apoyara la huelga. Pero el SAG, encabezado por George Murphy, su presidente, y por Ronald Reagan y George Montgomery, miembros de su ejecutiva, se negaban a cooperar. Animaban a los actores a traspasar las líneas trazadas por los piquetes. Nadie se había molestado en contarme nada de esto antes de llegar allí. No fue hasta más adelante cuando me enteré, al menos, de los motivos de la huelga: defender los derechos de los escenógrafos y decoradores. Uno de quienes formaban el piquete en la entrada de la Paramount era Robert Rossen. El chófer me indicó quién era: «Ese es Bob Rossen, el guionista». Bajé la vista hacia el guion que descansaba a mi lado, en el asiento contiguo: llevaba el nombre de Rossen en la portada. Esa primera vez que le vi llevaba una pancarta de protesta. En el interior del estudio recibí la siguiente impresión fuerte: mi director, Lewis «Milly» Milestone, ni siquiera se encontraba en el plató. Como muestra de apoyo a los huelguistas había salido a pasar el día en el restaurante Oblath’s, al otro lado de la calle. Un «director» suplente se ocuparía del rodaje de ese día. La primera película de mi carrera y el director había salido literalmente a comer. Bienvenido a Hollywood, Kirk. La situación era tan comprometida que el productor, Hal Wallis, decidió que yo durmiera en el estudio para no correr el riesgo de que no pudiera entrar todos los días. Dormí en mi camerino las noches siguientes, hasta que se desconvocó la huelga. Dejando al margen toda la cuestión política, mi vida habría sido...



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