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E-Book, Spanisch, 858 Seiten

France Obras - Coleccion de Anatole France


1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-531-5
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

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La isla de los pingüinos El huevo rojo La reseda del párroco Los panes de centeno Robo doméstico Adrienne Buquet Bonaparte en San Miniato El Cristo del océano El señor Thomas La dama de Verona La misa de las sombras Thaïs. La cortesana de Alejandría Anatole François Thibault, 16 de abril de 1844, París - 12 de octubre de 1924, Saint-Cyr-sur-Loire, conocido con el sobrenombre de Anatole France, fue un escritor francés, padre del también escritor Noël France. En 1921 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura.
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Como la discusión se prolongaba sin ofrecer mucha luz, y los bienaventurados no hacían otra cosa que repetir siempre lo mismo, decidieron consultar a Santa Catalina de Alejandría. Era lo acostumbrado en casos difíciles. En la Tierra, Santa Catalina había confundido a cincuenta doctores, muy sabios, con su profundo conocimiento de la filosofía de Platón, las Sagradas Escrituras y la Retórica.     VII. CONTINUACIÓN DE LA ASAMBLEA     Presentóse Santa Catalina en la asamblea con la frente ceñida por una corona de esmeraldas, zafiros y perlas. Vestía un traje de tisú de oro y llevaba al costado una rueda resplandeciente. Invitóla el Señor a que hablase, y dijo: —Señor, para resolver el problema que os dignáis someterme no estudiaré las costumbres de los animales en general, ni siquiera las de las aves en particular. »Solamente haré notar a los doctores, confesores y pontífices reunidos en esta Asamblea, que la distinción entre el hombre y el animal no es absoluta, puesto que existen monstruos que proceden a la vez del animal y del hombre: tales son las quimeras, mitad ninfas y mitad serpientes, las tres gorgonas, los caprípedos, las escilas y las sirenas que cantan en el mar y tienen busto de mujer y cola de pescado. Tales son también los centauros, noble raza de monstruos, uno de los cuales, no lo ignoráis, guiado por las luces de la razón, supo encaminarse hacia la beatitud eterna, y le habréis visto algunas veces, entre nubes doradas, mostrar su pecho heroico al encabritarse. El centauro Quirón mereció por sus trabajos terrestres compartir la morada de los bienaventurados, educó a Aquiles, y ese joven héroe, al salir de las manos del centauro, vivió dos años vestido como una virgen entre las hijas del rey Licomedes, compartió sus juegos y su lecho sin darles ocasión para que sospecharan ni un instante que no era una virgen como ellas. Quirón, que le había imbuido tan buenas costumbres, y el emperador Trajano, son los dos únicos observadores de la ley natural que han obtenido la gloria eterna como los justos. Y, sin embargo, Quirón sólo era mitad hombre. »Creo haber probado, con este ejemplo, que basta poseer alguna parte de hombre, siempre a condición de que sea noble, para conseguir la beatitud eterna. Y lo que pudo conseguir el centauro Quirón sin haber sido regenerado por el bautismo, ¿cómo no habrán de merecerlo esos pingüinos después de bautizados, si se convirtieran en semihombres? Por esto me atrevo a suplicar, Señor, que deis a los pingüinos del anciano Mael una cabeza y un busto humanos, a fin de que os puedan alabar dignamente, y les concedáis un alma inmortal, pequeñita. Así habló Santa Catalina, y los padres, los doctores, los confesores, los pontífices, dejaron oír un murmullo de aprobación. Pero se levantó San Antonio, el ermitaño, tendió hacia el Todopoderoso los brazos arrugados y enrojecidos, y exclamó: —No hagáis tal cosa, Señor y Dios mío. En nombre de vuestro Santo Paracleto, ¡no lo hagáis! Hablaba con tal vehemencia, que su luenga barba blanca se agitaba como un morral vacío en el hocico de un caballo hambriento. —Señor, no hagáis tal cosa. Aves con cabeza humana ya existen. Santa Catalina no ha imaginado nada nuevo. —La imaginación reúne y amolda, no crea jamás —replicóle secamente Santa Catalina. —¡Ya existen! —insistió San Antonio, sin dar oídos a razones—. Se llaman arpías, y son los animales más incongruentes de la creación. Un día que, en el desierto, me acompañó a cenar San Pablo, puse la mesa junto al umbral de mi cabaña, bajo un viejo sicomoro. Las arpías fueron a posarse en las ramas del árbol, nos ensordecieron con sus gritos agudos y emporcaron todos los manjares. La inoportunidad de estos monstruos impidióme oír las enseñanzas de San Pablo, y comimos excrementos de ave con nuestro pan y nuestras lechugas. ¿Cómo es posible creer, Señor, que las arpías canten dignamente vuestras alabanzas? Os aseguro que en mis tentaciones he visto muchos seres híbridos, no sólo mujeres-culebras y mujeres-peces, sino seres compuestos con más incoherencia todavía, como hombres cuyo cuerpo estaba formado por una marmita, o una campana, o un reloj, o un aparador lleno de alimentos y de vajilla, y hasta por una casa con puertas y ventanas, donde se veían personas ocupadas en trabajos domésticos. La eternidad me resultaría corta para describir todos los monstruos que me asediaron en mi soledad, desde las ballenas aparejadas con navíos hasta la lluvia de animalitos rojos, que trocaban en sangre las aguas de mi fuente. Pero ninguno era tan molesto como esas arpías, que abrasaron con su excremento las hojas de mi hermoso sicomoro. —Las arpías —advirtió Lactancio— son monstruos hembras con cuerpo de ave; tienen de mujer la cabeza y los pechos. Su indiscreción, su impudicia y su obscenidad proceden de su naturaleza femenina, como lo ha demostrado el poeta Virgilio en su Eneida. Participan de la maldición de Eva. —No hablemos de la maldición de Eva —dijo el Señor—. La segunda Eva redimió a la primera. Pablo Orosio, autor de una Historia universal, que Bossuet debió de imitar más adelante, levantóse y suplicó al Señor: —Señor, atended mi súplica y la de Antonio. No fabriquéis más monstruos al estilo de los centauros, de las sirenas, de los faunos, tan gratos a los viejos compositores de fábulas, que no pueden proporcionaros ninguna satisfacción. Esos monstruos tienen inclinaciones paganas, y su doble naturaleza no los predispone a las costumbres puras. El suave Lactancio replicó en estos términos: —El que acaba de hablar es, seguramente, el mejor historiador que ha entrado en el Paraíso, puesto que Herodoto, Tucídides, Polibio, Tito Livio, Veleyo Patérculo, Cornelio Nepote, Suetonio, Manethon, Diodoro de Sicilia, Dion Casio, Lampride, no disfrutan de la presencia de Dios y Tácito sufre en el infierno los tormentos correspondientes a los blasfemos. Pero Paulo Orosio dista mucho de conocer los cielos como ha conocido la tierra, pues no toma en consideración a los ángeles, que proceden del hombre y del ave y son la pureza misma. —Nos desviamos de la cuestión —dijo el Eterno—. ¿Por qué traer a cuento esos centauros, esas arpías y esos ángeles? Se trata de los pingüinos. —Vos lo habéis dicho, Señor; se trata de los pingüinos —declaró el decano de los cincuenta doctores confundidos en su vida mortal por la Virgen de Alejandría—; y me atrevo a opinar que, para poner límite al escándalo que trastorna los cielos, conviene, como propone Santa Catalina, dar a los pingüinos del anciano Mael la mitad del cuerpo humano y un alma eterna proporcionada a dicha mitad. Estas palabras levantaron en la asamblea un tumulto de conversaciones particulares y disputas doctorales. Los padres griegos contendían con los latinos acerca de la sustancia, de la naturaleza y de las dimensiones del alma que convenía dar a los pingüinos. —Confesores y pontífices —dijo el Señor—, no imitéis los cónclaves y los sínodos de la Tierra y no traigáis a la Iglesia triunfante las violencias que turban la Iglesia militante. Porque es necesario decirlo: en todos los concilios celebrados bajo la inspiración del Espíritu Santo, en Europa, en Asia y en Africa, los padres se han arrancado bárbaramente unos a otros las barbas y los cabellos, a pisar de lo cual eran todos infalibles y sus afirmaciones eran como el eco de mi voz. Ya restablecido el orden, el viejo Hermas se levantó y pronunció con lentitud estas palabras: —Os reverencio, Señor, porque hicisteis nacer a Safira, mi madre, entre vuestro pueblo, cuando el rocío del cielo refrescaba la tierra y preparaba la cosecha de su Salvador. Os reverencio, Señor, por haberme permitido ver con mis ojos mortales a los apóstoles de vuestro divino Hijo. Hablaré en esta ilustre asamblea porque Vos habéis querido que la verdad salga de la boca de los humildes, y diré: Convertid a los pingüinos en hombres. Es la única determinación digna de vuestra justicia y de vuestra misericordia. Varios doctores pidieron la palabra, otros la usaron sin pedirla, nadie oía y todos agitaban tumultuosamente sus palmas y sus coronas. El Señor, con un gesto de su diestra, calmó las disputas de sus elegidos. —No se delibere más —dijo—. La opinión del anciano Hermas es la única ajustada a mis designios eternos. Esas aves serán transformadas en hombres. Preveo varios inconvenientes. Muchos de esos nuevos hombres padecerán molestias, de que se hubieran librado en su condición de pingüinos. De seguro, su suerte, a consecuencia del cambio, será menos envidiable de lo que fuera sin el bautismo, sin esa incorporación a la familia de Abraham; pero conviene que mi presencia no cohiba el libre albedrío. Para no poner diques a la libertad humana, ignoro lo que sé, oscurezco sobre mis ojos los velos que serían transparentes para mí; en mi ceguera, que todo lo ha vislumbrado, me dejo sorprender por lo que tuve previsto. Llamó inmediatamente al arcángel Rafael. —Ve a la Tierra —le dijo—; advierte su error al santo varón Mael, y añade que, escudado en mi omnipotencia, convierta los pingüinos en hombres.     VIII. METAMORFOSIS DE LOS PINGÜINOS     Al descender el arcángel a la isla de los pingüinos encontró al santo varón dormido entre las rocas y rodeado por sus nuevos discípulos. Tocóle en un hombro para despertarle y le dijo con voz armoniosa: ...



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