E-Book, Spanisch, 720 Seiten
Reihe: Ensayo
Isenberg / Fernández Aúz White trash
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-122324-2-4
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
[Escoria blanca]
E-Book, Spanisch, 720 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-122324-2-4
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
En su innovadora historia sobre el sistema de clases en Estados Unidos, Nancy Isenberg expone el crucial legado de la embarazosa, siempre presente y ocasionalmente entretenida white trash. Los votantes que pusieron a Trump en la Casa Blanca han sido una parte permanente del tejido estadounidense: los pobres, marginados y sin tierra han existido desde la época del primer asentamiento colonial británico hasta los actuales hillbillies. Denominados como 'basura', 'timadores perezosos', 'comedores de arcilla' o 'crackers' en la década de 1850, los oprimidos eran conocidos por tener niños prematuramente envejecidos que se distinguían por su piel amarillenta, ropa andrajosa y actitudes apáticas. Los blancos pobres fueron fundamentales para el ascenso del Partido Republicano a principios del siglo xix y la Guerra Civil en sí misma se libró casi tanto por cuestiones de clase como por la esclavitud. Por otro lado, la escoria blanca siempre ha estado en el centro de los principales debates sobre el carácter de la identidad nacional. Examinando la retórica política, la literatura popular y las teorías científicas a lo largo de cuatrocientos años, Isenberg cuestiona los mitos de la supuesta sociedad libre de clases estadounidense, donde la libertad y el trabajo duro garantizan la movilidad social.
Nancy Isenberg. Nueva Jersey (EE.UU.), 1958. Profesora de Historia en la Universidad Estatal de Luisiana. Su primer libro, Sex and Citizenship in Antebellum America, examina los orígenes del movimiento por los derechos de las mujeres y obtuvo el premio anual de la Society for Historians of the Early American Republic (SHEAR) en 1999. Su segundo libro, Fallen Founder: The Life of Aaron Burr, que trataba de corregir la visión sesgada con la que a lo largo de dos siglos se ha retratado al vicepresidente de Thomas Jefferson, recibió elogios de la crítica, fue incluido en la Selección Principal del Club del Libro de Historia, ganó el Premio del Libro de Oklahoma 2008 de no ficción y fue finalista del Los Angeles Times Book Prize en la categoría de biografía. Su tercer libro, Madison and Jefferson, en coautoría con Andrew Burstein, fue un best seller del New York Times y fue elegido uno de los cinco mejores títulos de no ficción de 2010 por Kirkus. Con Burstein ha escrito también The Problem of Democracy: The Presidents Adams Confront the Cult of Personality. Isenberg ha aparecido en C-SPAN2 Book TV y en varios programas de NPR. Ha publicado artículos en New York Review of Books, Washington Post, American Scholar, Chronicle of Higher Education, Journal of American History, American Quarterly y Hedgehog Review. Burstein y ella colaboran regularmente en Salon.com y publican escritos sobre asuntos políticos y culturales de actualidad para varios medios.
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INTRODUCCIÓN Las fábulas que echamos al olvido Todos sabemos lo que son las clases sociales. O eso pensamos al decir que se trata de la estratificación económica derivada de la riqueza y los privilegios. El problema es que, por lo común, la narrativa de la historia popular de Estados Unidos apenas hace referencia a la existencia de las clases sociales. Es como si, al separarse de Gran Bretaña, Estados Unidos se hubiera zafado, poco menos que por arte de magia, del grillete de las clases y accedido a una suerte de conciencia superior repleta de fértiles posibilidades. A fin de cuentas, el Senado estadounidense no es la Cámara de los Lores. Los libros de texto enseñan a los escolares un relato nacional cuya argumentación se basa en «cómo se ganó la tierra y la libertad» o en «las vías que permitieron que la gente corriente aprovechara sus oportunidades». El reverenciado sueño americano es algo así como el patrón oro con el que tanto los políticos y los votantes han de valorar la calidad de vida, ya que cada generación ha de entregarse a la procura de lo que ella misma defina como felicidad, sin verse en ningún momento sujeta a las trabas del nacimiento (es decir, el nombre o la reputación de los padres) o el rango (el punto de partida que le toca a uno en el seno del sistema de clases al venir al mundo). Nuestros más acariciados mitos contribuyen a un tiempo a enardecernos y a debilitarnos. El lema «Todos los hombres han sido creados iguales» se ha utilizado con gran éxito para acotar la promesa implícita en los vastos espacios abiertos de Estados Unidos y definir la autoestima moral de un pueblo unido que se afirma distinto de la legión de sociedades extranjeras despojadas de toda esperanza de redención política. Los principales promotores de la idea de América presentaron sus planteamientos con mucho aplomo y ofrecieron la visión de una república moderna capaz de revelarse revolucionaria en términos de movilidad social en un mundo dominado por las monarquías y las aristocracias prefijadas. Todo esto resulta estimulante. Sin embargo, la pedestre realidad era, y sigue siendo, considerablemente distinta. Lo que hicieron los colonos británicos fue promover —en un sentido perfectamente literal, como veremos— un doble plan de acción: el primero pasaba por reducir la pobreza en Inglaterra, y el segundo consistía en trasladar a la población ociosa e improductiva al Nuevo Mundo. Tras el asentamiento, los puestos coloniales avanzados comenzaron a explotar a los trabajadores no libres (criados contratados, esclavos y niños), y no encontraron inconveniente en considerar que esas clases prescindibles constituían un verdadero despojo humano. Sin embargo, esos pobres, esos desechos, no desaparecieron, de modo que a principios del siglo XVIII pasaron a formar parte de una casta permanente. Esta forma de clasificar a los fracasados se consolidó en Estados Unidos. Todos los periodos de la cacareada historia del desarrollo del continente norteamericano muestran su particular taxonomía de morralla humana, es decir, de gentes tan indeseables como irrecuperables. Y, a su vez, cada uno de esos periodos dispone de medios propios para situar lejos del ideal convencional su versión de lo que es la escoria blanca. Al concebir las clases inferiores como «castas» incurables e irreparables, este estudio replantea las relaciones entre raza y clase. Además de su intersección con la raza, la clase social cuenta por sí sola con una pujante dinámica propia y singular. Dicha dinámica arranca con los ricos y contundentes significados asociados con las distintas designaciones atribuidas a las clases marginales estadounidenses. Mucho antes de que se acuñaran expresiones como «barreduras de remolque» o «destripaterrones blanco», ya se llamaba «palurdos», «basura», «comearcillas» y «mascamazorcas» a este mismo tipo de personas (y con esto no hacemos más que arañar la superficie del problema). Para que el lector no malinterprete el objetivo de la presente obra, quiero dejar meridianamente clara una cuestión: lo que hago al reinterpretar la experiencia histórica de Estados Unidos en términos de clase es poner de manifiesto una serie de cuestiones que, siendo relativas a la identidad estadounidense, tienden a pasarse por alto con excesiva frecuencia. Pero con esto no me limito a señalar simplemente las nociones erróneamente comprendidas en épocas pasadas, también me propongo ofrecer una mejor percepción de las persistentes contradicciones que siguen activas en la moderna sociedad estadounidense. ¿Cómo acierta a explicar una cultura que tiene en alta estima la igualdad de oportunidades la persistente existencia de personas marginadas? O mejor aun, ¿cómo se las ingenia para amoldarse a su presencia? Los estadounidenses del siglo XXI han de hacer frente a este inalterable enigma. Debemos reconocer que existen efectivamente clases marginadas. Viven entre nosotros desde que los primeros colonos europeos hollaron nuestras costas. Y no puede decirse que constituyan una parte poco significativa de la vasta demografía nacional de nuestros días. Una de las cuestiones clave sobre las que este libro se propone arrojar alguna luz es la vinculada con la solución de ese rompecabezas, ya que solo así lograremos entender por qué los blancos pobres han acabado por convertirse en la personificación misma de esta tensión. En Estados Unidos, el lenguaje y el pensamiento de clase encuentran su punto de partida en la obligada huella dejada en su suelo por la colonización inglesa. El vocabulario que emplearon las generaciones británicas de los siglos XVI y XVII que concibieron por primera vez la explotación a gran escala de los recursos naturales de Norteamérica se hallaba a medio camino entre la descripción útil y la cruda imaginería. No se paraban en barras ni se permitían lindezas conceptuales. La idea de la colonización debía venderse a los inversores, siempre recelosos, de modo que la implantación de las colonias americanas del Nuevo Mundo debía contribuir a materializar las metas del Viejo. Apostando a lo grande, los promotores de aquel proyecto prefirieron no imaginar América como un Edén de oportunidades, sino como un gigantesco montón de escombros susceptible de ser transformado en un solar productivo. Se procedería a descargar en el Nuevo Mundo el sobrante de Inglaterra, es decir, sus gentes fungibles (su morralla humana). Su fuerza de trabajo produciría sus frutos en un remoto terreno baldío. Por duro que parezca, la población pobre condenada a la apatía, la hez de la sociedad, sería sencillamente enviada allá a fin de esparcir el estiércol y perecer en un yermo lodazal. Antes de adornarse del quimérico marbete de «ciudad encaramada en la cima de un monte»,[11] América era a los ojos de los aventureros del siglo XVI un páramo pestilente y cubierto de maleza, un «sumidero» únicamente apto para plebeyos mal criados. No obstante, estas sombrías imágenes del Nuevo Mundo aparecían flanqueadas por otras más seductoras. Al pintar el continente norteamericano con los tonos de un paisaje rico y fecundo, los primeros promotores ingleses incurrieron en burdas exageraciones, quizá deliberadamente. Como es obvio, en la mayoría de los casos se afanaban en describir unas tierras que jamás habían alcanzado a ver. Era preciso convencer tanto a los cautelosos inversores como a los funcionarios del Estado de que les convenía lanzarse a una peligrosa aventura ultramarina. Con todo, lo más importante era resaltar que se trataba de un espacio al que podrían enviar, como si se tratara de una mera exportación, a su propia población marginada. La idea de una América concebida como la «gran esperanza del mundo» vino mucho después. La memoria histórica ha camuflado los orígenes menos nobles de ese continente al que acabaría asignándosele la etiqueta de «tierra de los hombres libres y hogar de los valientes». Todos sabemos qué tipo de imágenes nos acuden a la mente cuando los patriotas actuales tratan de confirmar que su país es y ha sido siempre un espacio «excepcional»: nos representamos a los modestos padres peregrinos que aprendieron a cultivar las plantas autóctonas gracias a la generosidad del indio, o aun a los caballeros de Virginia entregados al arte de agasajar a sus invitados en sus distinguidas fincas asomadas al río James. Tal y como se enseña la historia, los estadounidenses tienden a asociar las ciudades de Plymouth y Jamestown con sendos ejemplos de cooperación, no con la división de clases. Y después de consolidada esa resbaladiza base, la idea general adquiere paulatinamente tintes cada vez más sentimentales, dado que, desde el punto de vista de la expansión del orgullo nacional, el desorden y la discordia no contribuyen a satisfacer ningún objetivo positivo. De entre todos los presupuestos relacionados con los inicios de la colonización, la clase es el elemento que más descuella, pese a que habitualmente prefiera ignorarse. Todavía hoy, la noción de que un día existió una amplia y ágil clase media hace las veces de bálsamo de Fierabrás y funciona como una cortina de humo. Nos aferramos al cómodo concepto de clase media, olvidando que no puede haber clase media alguna sin presuponer la realidad de otra inferior. Solo de cuando en cuando se conmueven estos estereotipos, como ha sucedido recientemente, por ejemplo, al arrojar el movimiento Ocupa Wall...