Koenig | La chica que vive al final del camino | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 272 Seiten

Reihe: Impedimenta

Koenig La chica que vive al final del camino


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19581-10-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 272 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-19581-10-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Una obra maestra del gótico americano. Una novela de culto, tensa y aterradora, que inspiró la película protagonizada por Martin Sheen y por una jovencísima Jodie Foster. Rynn acaba de cumplir trece años y lo celebra sola en su casa. Nadie sabe mucho de ella. Solo que se hace la interesante, no habla con nadie, cobra los cheques de viaje de su padre y da esquinazo a las visitas inoportunas. En su casa hace lo que quiere: fuma cigarrillos, se entrega a la poesía de Emily Dickinson y establece una amistad peculiar con un muchacho cojo que dice ser mago. Hace tiempo que su padre no se deja ver por el pueblo, y los vecinos empiezan a hacer preguntas: ¿dónde está su padre? ¿Qué se oculta en esa casa que se alza al final del camino? Laird Koening nos ofrece con esta oscura novela una obra maestra de la literatura gótica americana, que inspiró la película protagonizada por una joven Jodie Foster y por Martin Sheen. Una vuelta de tuerca al género de lo inquietante.

Laird Koenig (Seattle, 1927) es guionista, dramaturgo y novelista. Estudió Literatura y Psicología en la Universidad Estatal de Washington, trabajó como publicista en Nueva York y se mudó en la década de los 60 a Los Ángeles, donde comenzó a trabajar como guionista. Escribió su primera novela, The Children Are Watching (1970, de próxima publicación en Impedimenta), en colaboración con Peter L. Dixon, y la obra saltó a la gran pantalla en 1978 con el título Attention, les enfants regardent, producida y protagonizada por Alain Delon. Su segunda novela, La chica que vive al final del camino (1973), también fue llevada al cine en 1976, protagonizada por Jodie Foster, Mort Shuman y Martin Sheen. Actualmente vive en Santa Bárbara.
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1
Era una noche de las que le gustaban a la niña. Estaba frente a la ventana aquel último día de octubre, y observaba el mundo estremecerse al filo del invierno. El viento frío sacudía los tallos de las flores muertas del jardín y arrancaba las últimas hojas de los arces, arrojándolas a la oscuridad como jirones de papel negro. De un tirón, la niña corrió las cortinas y ocultó la noche. Corrió descalza a la chimenea de piedra y, con un atizador de hierro, empujó los leños hasta que las ascuas crepitaron y volvieron a desprender llamas. Extendió las manos ante la lumbre y sintió su luz y su calor extenderse hacia el salón y la cocina de lo que, hasta hacía cien años, había sido una granja. El propietario había instalado una estufa de gas contra la pared, pero a la niña le encantaban la calidez del fuego y el olor acre que desprendían los leños de arce. Con un par de pasos más, rodeó una mesita de café y una mecedora, y se acercó a los relucientes diales metálicos de un equipo de música. Subió el volumen y el sonido manó de los altavoces y se elevó hacia los huecos en sombra entre las vigas. El Concierto para piano n.º 1 de Liszt, interpretado por una de las mejores orquestas sinfónicas del mundo, se fue hinchando y alcanzó con sus latidos todos los rincones, hasta que pareció que la pequeña casa fuera la propia orquesta. El glorioso sonido envolvió a la niña e hizo que su corazón y la música palpitaran al unísono. Subió el volumen y la música cobró mayor presencia aún. Nadie iba a llamar por teléfono ni aporrear la puerta para quejarse del ruido. El vecino más cercano vivía a un cuarto de milla, en el mismo camino cubierto de hojas muertas. La niña se quedó inmóvil en el centro de la habitación. Esperó en la oscuridad casi total mientras la luz tenue y temblorosa del fuego empujaba las sombras hacia los rincones. Esperó. Pronto llegaría el momento que durante tantos días había aguardado. Desde primera hora de la mañana, con la salvedad de su paseo hasta el pueblo bajo la lluvia otoñal, había pasado el día limpiando la casa. De rodillas, había encerado el suelo de roble. Había quitado el polvo y sacado brillo a los sencillos muebles de madera sin pintar que, en septiembre, habían atraído en dos ocasiones a la casa a un anticuario con ropa ceñida de cuero negro y que olía a clavo, con ofertas crecientes para comprarlos todos. Cuando su padre le explicó que la mayor parte de las piezas no le pertenecían y que, por lo tanto, no las podía vender, el anticuario había negado con la cabeza, entristecido. Se trataba, les dijo mientras hacía el amor con la mirada a la mesa, las sillas, los candelabros, el sofá y la alfombra trenzada, de algunos de los mejores ejemplos del estilo colonial americano que había visto en su vida. El suelo y los muebles, pulidos por los años, brillaban a la luz de las llamas. Hasta la alfombra trenzada que había bajo la mesa de alas abatibles, y que supuestamente tenía siglo y medio de antigüedad, casi había recuperado su colorido original después de que la niña la sacara afuera y le quitara todo el polvo a golpes. En la cocina, separada del salón por una encimera de madera, el metal de unos modernos fogones y de la nevera reflejaba el brillo del fuego. En la encimera de la cocina la niña abrió una caja de cartón y, con mucho cuidado, usando ambas manos, extrajo una pequeña tarta recubierta de glaseado amarillo pálido y la colocó en una fuente. Aunque se manchó las manos con el polvo de azúcar, no se chupó los dedos. Se limpió con papel de cocina. Fue colocando trece velitas amarillas en la superficie reluciente y satinada de la tarta, bien erguidas y en círculo. El resto de las velas lo devolvió al cajón. Encendió una cerilla, la primera de las tres que iba a necesitar, y la fue desplazando todo lo rápido que pudo para dotar de vida a las velas; trece velas con llamas danzarinas. Cuando sacudió la cerilla para apagarla, la silueta de su mano resplandecía escarlata a la luz de las velas. Se quedó un buen rato observándola, del mismo modo que lo había mirado todo con especial atención por ser un día especial. Lentamente, volvió la mano. Los dedos, de un rojo sanguíneo en el contorno, eran casi transparentes salvo por la hilera de uñas, pequeñas y perfectamente cortadas. Levantó la tarta deslumbrante, pero en vez de llevarla de inmediato al salón, fue al rincón en sombras junto a la puerta principal donde, bajo un perchero, brillaba un gran espejo. Antes incluso de llegar, el resplandor de las velas alumbró el rincón sombrío. Se quedó muy quieta ante el doble círculo de llamitas. A la vacilante luz de las velas, sus manos y su cara parecían pálidas, blancas como la cera. El largo cabello, habitualmente del color de las hojas secas de roble, presentaba ahora un toque cobrizo. Se miró fijamente. Concluyó que era cierto: su cara tenía, tal como su padre había escrito en un poema, forma de corazón. Sin duda, la frente era amplia; la barbilla, afilada. Pálida y con forma de corazón y salpicada de pecas que parecían más oscuras a la luz del fuego, puntos dibujados a lápiz sobre un papel blanco. Le brillaban los ojos con una luz indómita. Ojos pequeños, pensó. Verdes pero pequeños. Una vez se había quejado a su padre de que otras niñas de su edad tenían los ojos enormes. Su padre, que estaba traduciendo un poema del ruso, había hecho un alto e insistido en que sus ojos no tenían nada de pequeños. Le explicó con un detenimiento quizá excesivo, ahora que lo pensaba, que tenía unos huesos preciosos y un rostro que había crecido hasta donde debía. Sus ojos tenían el tamaño adecuado para las dimensiones de su cara. En aquel momento la niña ya era consciente de que a su padre lo cegaba el amor hacia ella; no la había convencido. Ni siquiera entonces. Tenía los ojos pequeños. En lugar de ojos pequeños y verdes, aunque ahora destellaran indómitos y estuvieran henchidos de luz, habría preferido unos ojos grandes, enormes, gigantescos. —Feliz cumpleaños —le dijo a la niña del espejo. Tuvo cuidado de no sonreír, ya que una sonrisa habría dejado ver su paleta rota, y eso no podía soportarlo—. Me deseo feliz cumpleaños —dijo, y todas sus preocupaciones por sus ojos (que, cierto, eran verdes, y eso le encantaba) palidecieron frente a la amargura que le producía el diente roto. Se dijo, resuelta, que no debía pensar en el diente, no debía permitir que le estropeara su día especial. Lentamente, como quien participa en una ceremonia, apartó el brillo de las velas del espejo. La música latía a su alrededor, y el viento nocturno que arremetía contra la casa pronto la llenó de un júbilo tan grande que cerró los ojos en un intento por atrapar esa felicidad, por impedir que el momento pasara. Cuando se arrodilló junto a la mesita de café para dejar la tarta frente al fuego, casi se vio a sí misma como si estuviera interpretando un ritual, algo sacado de una obra de teatro o de una de aquellas viejas películas bíblicas que había visto en la BBC. Vio —casi como si hubiera abandonado su cuerpo— a una niñita delgada vestida con un largo caftán de lino blanco que su padre le había comprado en Marruecos. La prenda, su posesión más valiosa, tenía bordados azules en el cuello y las mangas, un color que la mantendría a salvo, según les había asegurado el vendedor al padre y a su hija, del mal de ojo. Estaba descalza sobre el suave suelo de roble. Sí, estaba satisfecha. Tenía un aspecto muy similar al de aquellas vírgenes tan solemnes de la mitología, una sacerdotisa depositando una ofrenda en un altar. Plegó las piernas bajo el cuerpo y miró fijamente las llamas de las velas. Alargó un brazo hacia su espalda e hizo balancearse la mecedora. Volvió a cerrar los ojos, sintiéndose parte del calor de la chimenea, de las llamas de las velas, de la música, del viento nocturno. De repente, un ruido le hizo contener el aliento. Se levantó de un salto y bajó el volumen de la música. Golpes en la puerta. Corrió hasta la ventana delantera, apartó un poco la cortina y se asomó. En la ventosa noche, un hombre alto con gabardina esperaba ante la puerta. Alumbrado por una extraña luz naranja, parecía brillar y oscilar, como las velas de su tarta. Supo que se avecinaban más golpes, llamadas que la aterrorizaban, y de pronto lo único que quería era abrir la puerta a tiempo de impedirlas. Se produjeron antes de que pudiera llegar al recibidor: tres porrazos, más fuertes incluso de lo que esperaba. —¿Sí? —preguntó desde detrás de la puerta. —¿Señor Jacobs? —La voz al otro lado, allá en la noche, le era desconocida. —¿Quién es? —La niña tenía acento inglés. —Frank Hallet. «Hallet»: el nombre no le decía nada. ¿Hallet? Se acordó entonces de la agente inmobiliaria que le había alquilado la casa a su padre. Hallet. Debía de ser su hijo. ¿Qué querría? La niña no se movió. Sabía que el hombre no se iría hasta que ella abriera la puerta. —Un momento —pidió. Fue corriendo a la mesita de café y abrió la pitillera. De un paquete de Gauloises, sacó un cigarrillo y, echándose hacia atrás el largo pelo, se inclinó hacia las llamas de su tarta de cumpleaños. Dio una calada, y la punta del cigarrillo brilló. Se irguió, se volvió y expulsó el humo tras de sí. Repitió varias veces la operación, lanzando humo hacia las cuatro esquinas de la estancia, antes de tirar el cigarrillo a la chimenea y volver corriendo al recibidor. Giró la llave y abrió la puerta a la noche y...


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