E-Book, Spanisch, Band 434, 176 Seiten
Reihe: El Acantilado
Monegal Como el aire que respiramos
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19036-02-5
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
El sentido de la cultura
E-Book, Spanisch, Band 434, 176 Seiten
Reihe: El Acantilado
ISBN: 978-84-19036-02-5
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
¿Qué es y para qué sirve la cultura? Más allá de definiciones simplistas e inveteradas que hacen de ella ora el mero producto intelectual y artístico de la elite, ora la manifestación de la humanidad en sentido antropológico, este iluminador ensayo pone el foco en la dimensión colectiva de los fenómenos culturales, es decir, en la relevancia social que, con independencia de consideraciones personales, nos involucra a todos, pues ¿qué sentido tiene si no nos ayuda a pensar y hacer posible un mundo mejor? Mediante un diálogo con las principales obras de referencia en la materia, Monegal interpreta la cultura como actividad intrínsecamente política e indisoluble de nuestro lugar y nuestra intervención en el mundo, pero sobre todo como bien común de primera necesidad para enfrentarnos a los retos de la existencia. «Lúcidamente Monegal cuestiona conceptos que solemos dar por descontados, y ahonda en la relación, siempre controvertida, entre política y cultura. Imprescindible». Jordi Llavina, La Vanguardia «Con claridad, concisión e inteligencia Monegal analiza la relación de la cultura con muchas otras cuestiones interesantes. Esta obra una lectura agradable, formativa y necesaria». Fulgencio Argüelles, El Comercio
Antonio Monegal (Barcelona, 1957) es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Pompeu Fabra. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona, se doctoró en Harvard en 1989 y ejerció la docencia en Cornell University hasta su regreso a España. Es autor de los libros «Luis Buñuel de la literatura al cine» (1993) y «En los límites de la diferencia. Poesía e imagen en las vanguardias hispánicas» (1998), editor de las obras de García Lorca «Viaje a la luna» (1994) y «El público» y «El sueño de la vida» (2000), y coordinador de las antologías «Literatura y pintura» (2000) y «Política y (po)ética de las imágenes de guerra» (2007).
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
PREÁMBULO
Este ensayo se acabó de escribir durante el confinamiento por la pandemia de la COVID-19, en la primavera de 2020, aunque la mayor parte estaba ya redactada y la motivación no tiene que ver con esa coyuntura inesperada. Durante aquellos días, la cultura demostró su capacidad para unir a quienes estaban separados, dar contenido al tiempo y enriquecer la experiencia del encierro. Los Stay Homas desde su azotea, Cesc Gelabert bailando en su casa, conciertos y coros con los músicos y cantantes aislados en lugares distantes, pero al unísono, invitaciones a la lectura, películas a raudales, teatro grabado, visitas virtuales a museos, conferencias y debates, artistas como David Hockney creando y compartiendo… Un sector frágil y precarizado por la inacabable resaca de la anterior crisis, y que tiene las máximas probabilidades de volver a padecer las consecuencias de ésta, puso sus recursos e imaginación al servicio de la sociedad cuando más falta hacían, como un salvavidas en medio de la tempestad. Son también muchas las reflexiones que el desastre ha suscitado—sobre nuestro lugar en el mundo, la organización de nuestras sociedades, la desigualdad ante el infortunio, el futuro de la democracia y la revancha de la naturaleza—, que muestran la necesidad de dotarnos de herramientas para entender y responder a los retos de la existencia. Acudimos a relatos de ficción proféticos, aterradores o consoladores, a utopías y distopías, para encontrar un sentido al presente. Hay además otra dimensión cultural que no acostumbramos a englobar en la misma categoría, pero de la cual se ha hablado repetidamente: hasta qué punto el contagio y la reacción ha dependido de hábitos y conductas que distinguen a las sociedades. La distancia o proximidad en el trato, darse la mano, abrazos y besos, los usos del espacio público o doméstico, o la costumbre de las mascarillas, son prácticas culturalmente determinadas. Son modos distintos de acercarse a qué es y qué hace la cultura. La asignatura que me correspondía impartir en mi universidad durante el confinamiento estaba dedicada a la teoría de la tragedia, desde Aristóteles hasta Brecht y Artaud, George Steiner y Judith Butler, y a la tradición teatral a la que remite, desde la Atenas del siglo V antes de Cristo hasta contemporáneos nuestros como Wajdi Mouawad. Gracias a la tecnología disponible hoy en día, pudimos trabajar a distancia con relativa facilidad, mediante videoconferencias, chats, fórums, lecturas y vídeos online. Lo que hace pocos años hubiera sido una barrera insalvable se convirtió para la gran mayoría en una simple complicación y un cambio de registro, aunque, por desgracia, las circunstancias personales de algunos estudiantes les impidieron seguir el curso con normalidad. Añorábamos la presencialidad y no pudimos ir al teatro a ver en escena ninguna tragedia, como habíamos hecho en anteriores ediciones de la asignatura. Sin embargo, la situación excepcional que atravesábamos nos invitaba, a los estudiantes y a mí, a reflexionar juntos acerca de la pertinencia de las lecciones de la tragedia para nuestro inmediato presente. El teatro era, entonces, en Atenas, una institución con una relevancia social semejante a la del ágora donde se celebraban las asambleas. La participación en este ritual cívico, que en su origen fue sagrado, era una de las formas de ejercer la ciudadanía ateniense. Gracias a la tragedia, el espectador tomaba conciencia de que el ser humano es libre y responsable de sus decisiones pero que su existencia está sometida a fuerzas que escapan a su control—llámense dioses, destino o naturaleza—, que no se puede contar con que la vida sea justa y que la desgracia, el conflicto y la violencia acechan a cada paso. La tragedia es la plasmación dramática de una visión de la realidad según la cual el ser humano es, en palabras de Steiner, «un huésped inoportuno en el mundo». Algo que a menudo olvidamos, henchidos de nuestro propio orgullo, hasta que alguna catástrofe viene a recordárnoslo. Los griegos lo tenían siempre presente, no sólo porque su entorno fuera quizá más brutal e impredecible (aunque esas experiencias abundan también en nuestro tiempo), ni porque se sintieran más cerca del misterio, la irracionalidad o el sinsentido de la existencia (aunque así era), sino porque para ellos las artes y lo que ahora llamamos cultura no eran mera distracción superflua sino un vehículo para explicar el mundo, ordenarlo y dotarlo de sentido. La tragedia era una escuela de valores y un espacio público para debatir los conflictos que atenazaban a la sociedad. Funciones hoy desdibujadas pero no perdidas del teatro, la literatura y las demás artes. A pesar del enfoque conceptual, las preocupaciones que subyacen a este ensayo son de carácter eminentemente práctico. Durante cuatro años, entre 2009 y 2013, tuve el privilegio de ser el vicepresidente del Consell de la Cultura de Barcelona, que presidía el alcalde, y de presidir su Comité Ejecutivo, encargado de asesorar y decidir sobre algunos aspectos de las políticas culturales de la ciudad. Era un organismo recién creado, concebido como un instrumento de participación ciudadana y formado por expertos independientes. Aquellos cuatro años de mandato estaban a caballo entre dos gobiernos municipales, uno socialista y el otro nacionalista, y coincidieron de lleno con el inicio de una crisis económica que golpeó brutalmente a todos los sectores culturales, preludio de la que enfilamos ahora, y una de las razones por las cuales el sistema cultural afronta la actual en condiciones de extrema fragilidad. Esta experiencia de inmersión en la gestión de las políticas culturales municipales y en los debates políticos que la rodeaban supuso un aprendizaje práctico inestimable para alguien que hasta entonces se había movido exclusivamente en el terreno teórico. Barcelona es un laboratorio idóneo para el estudio de las dinámicas culturales, por la propia composición de su tejido social y la confluencia de identidades, y por la aplicación de políticas públicas con un diseño estratégico a largo plazo, gracias a la continuidad de la hegemonía municipal de la izquierda. Al solaparse el relevo político y la crisis, el modelo que había imperado durante décadas sufrió un doble trastorno, de reajuste ideológico y de adelgazamiento vertiginoso de recursos públicos y consumo privado. El primero fue leve, el segundo traumático, sobre todo para un ecosistema cultural que se había acostumbrado a una mejora progresiva de sus condiciones e infraestructuras, y a un compromiso decidido de los poderes públicos. Como pasó con otros derechos sociales propios del estado del bienestar, la crisis económica sirvió de excusa para cuestionar el modelo y su sostenibilidad, como si en la época de abundancia se hubieran derrochado los fondos públicos. La crítica de la cultura subvencionada llevaba aparejada la constante comparación con las necesidades sociales imperiosas: la sanidad, la educación, la protección a los desempleados, las jubilaciones, ámbitos todos en los que también se aplicaron recortes. El apoyo público a la cultura dejaba de verse como una política redistributiva, de protección de los sectores más frágiles y democratización del acceso, para reclamar ajustes dictados por las leyes del mercado y una mayor implicación del sector privado, en un momento en que también éste se estaba empobreciendo. En el trasfondo, lo que estaba y continúa estando en entredicho es el carácter de bien común y derecho social de la cultura, como uno de los pilares básicos del estado del bienestar. Al asistir a este retroceso e intentar ayudar a contrarrestarlo haciendo pedagogía, participando en discusiones, redactando informes y haciendo declaraciones, me llamaba la atención que los argumentos a los que se recurría para defender la inversión pública en cultura eran siempre los mismos, sobre todo en círculos políticos: la cultura es un importante motor económico y un instrumento de cohesión social. Ambos argumentos son ciertos, pero insuficientes. Son coartadas utilitaristas, atienden a los efectos colaterales, en lugar de explicar el valor intrínseco de la cultura. Alegan para qué sirve como manera de contestar a quienes opinan que no sirve para nada, pero es un alegato débil porque no encuentra sus razones en lo que propiamente hace la cultura ni en para qué les sirve a sus usuarios. Nadie toca el violín ni lee ni va al teatro ni visita exposiciones para generar riqueza o cohesión social. Es evidente que, si la cultura merece ser apoyada con recursos públicos, es porque tiene una función social. Si se considera que los beneficios son sólo individuales, es más fácil proponer que el coste lo asuma cada usuario. Sobre todo cuando el entretenimiento se considera una forma más de consumo suntuario. Sin embargo, en lo que la cultura tiene de elevación de la calidad de vida y realización personal de los ciudadanos, correspondería aplicar el mismo criterio que a la educación o la sanidad: reconocer que la suma del beneficio individual tiene un valor colectivo. Aunque, probablemente, por este camino no se responde a la pregunta de por qué la cultura es un bien común de primera e irrenunciable necesidad. Salí de aquella inmersión de cuatro años en las políticas culturales de la ciudad con una doble determinación: trasladar aquel aprendizaje práctico a mi investigación académica e intentar producir una argumentación a favor de la cultura que no se apoye en criterios utilitarios, pero tampoco en apriorismos acerca de la superioridad de cierto...