Scola | Una nueva laicidad | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Reihe: Ensayo

Scola Una nueva laicidad

Temas para una sociedad plural
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-745-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Temas para una sociedad plural

E-Book, Spanisch, 184 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-9920-745-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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Desde hace tiempo asistimos a un debate cada vez más vigoroso sobre la laicidad, con la amarga insatisfacción de no encontrar respuestas adecuadas. Es urgente, pues, repensar el conjunto y renovar la práctica de dicha laicidad, tanto por parte de la sociedad civil como del Estado. Una urgencia que viene impuesta 'escribe Angelo Scola ' por la rápida transición que estamos viviendo desde la modernidad a la posmodernidad, cuyas expresiones más llamativas son la globalización, la sociedad de la Red, los descubrimientos biotecnológicos y el proceso de fusión, no exento de dramatismo, de civilizaciones y culturas. Las cuestiones relativas a la esfera afectiva, a la vida, a la interculturalidad, a la interreligiosidad, han cambiado los términos de las discusiones sobre la laicidad. Sin anular el peso de la problemática clásica, concentradas fundamentalmente sobre las relaciones Iglesia-Estado, hoy los temas que confluyen en el ámbito de la laicidad son más numerosos y articulados. Hasta tal punto que se hace necesario no solo pensar de nuevo esta delicada categoría, sino también intentar darle nuevas formas. Las propuestas que se recogen en este libro afrontan por tanto muchos temas arduos y complejos con la intención de alcanzar el camino hacia una convivencia pacífica en la que contarse para reconocerse se convierte en la primera regla de una verdadera democracia.

Angelo Scola nació en Malgrate, Italia, en 1941. Obtuvo su doctorado en filosofía con su tesis sobre filosofía cristiana en 1967 en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán. Posteriormente estudió teología en los seminarios de Saronno y de Venegono, doctorándose por la universidad suiza de Friburgo. Fue ordenado sacerdote ee 1970. Fue director del Instituto de Estudios para la Transición de Milán, y miembro del comité ejecutivo de la edición italiana de Communio. También colaboró con la Congregación para la Doctrina de la Fe desde 1986 hasta 1991. En 1991 fue ordenado Obispo, siendo desde 1995 fue rector de la Universidad Lateranense. En 2002 fue nombrado Patriarca de Venecia por Juan Pablo II, quien le nombró Cardenal en 2003. Desde 2011 es Arzobispo de Milán. Entre sus obras más importantes publicadas en castellano destacan Identidad y diferencia, Hans Urs von Balthasar: un estilo teológico, La cuestión decisiva del amor: hombre-mujer, Eucaristía, encuentro de libertades, Luigi Giussani: un pensamiento original, y Una nueva laicidad, todos ellos publicados en Encuentro.

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1. UNA NUEVA LAICIDAD
Repensar los términos de la cuestión
Desde hace algún tiempo asistimos en nuestro país a intenso debate sobre la llamada «laicidad». Sin pretender entrar en valoraciones acerca de las diversas posturas que —de manera más o menos constructiva— no dejan de confrontarse, no puede evitarse un sentimiento de amarga insatisfacción. Quizá han faltado en los últimos años intérpretes de la materia, laicos y católicos, con autoridad suficiente para ser reconocidos por todos los interlocutores. En cualquier caso, es necesario un replanteamiento y, sobre todo, una práctica radicalmente nueva de la laicidad, en relación tanto a la sociedad civil como al Estado. Lo exige, sobre todo en los países europeos, la rápida transición que estamos viviendo en este cambio de época, de la modernidad a la llamada posmodernidad, que tiene en la globalización, en la civilización de la Red, en los imponentes descubrimientos biotecnológicos y en el proceso, a menudo trágico, del «mestizaje de civilizaciones» sus expresiones más llamativas. Los pensadores más perspicaces reconocen que las sociedades europeas actuales se encuentran en una situación de postsecularización tras el hundimiento de las utopías, que fueron, de hecho, religiones políticas sustitutivas. Recientemente Habermas ha afirmado que «en la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja la comprensión normativa, que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos no creyentes con ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se impone la evidencia de que la ‘modernización de la conciencia pública’ abarca de forma desfasada tanto mentalidades religiosas como mundanas y las cambia reflexivamente. Ambas posturas, al religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también entonces desde un punto de vista cognitivo» (J. Ratzinger y J. Habermas, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Ediciones Encuentro, Madrid 2006, pp. 43-44). Con esta afirmación del célebre filósofo alemán estaba sustancialmente de acuerdo el entonces cardenal Ratzinger. Después de constatar que, con el final de una «idea absoluta» de la historia, Occidente no sólo tiene que contar con la existencia de una pluralidad de grandes áreas culturales —Islam, hinduismo-budismo, culturas tribales africanas y culturas latinoamericanas—, sino también con la existencia, dentro de cada una de ellas, de conflictos a veces bastante profundos, el cardenal llegaba a la conclusión de que hablar de ética global es de hecho algo abstracto. El único camino abierto para la convivencia pacífica en una sociedad postsecular es más bien la «disponibilidad para aprender y autolimitación por ambas partes» (ib., p. 66). Sobre el terreno de estas líneas de pensamiento me parece que puede florecer la necesaria renovación de la categoría y de la práctica de la laicidad también en nuestro país. Se trata de una exigencia acuciante sobre todo a la luz de los salvajes e inhumanos atentados terroristas que han golpeado a Occidente y de las guerras que ensangrientan el planeta. Sin sociedades y Estados europeos plurales pero internamente cohesionados en virtud de una sana laicidad, es fácil que capas enteras de la población se convenzan fácilmente de que no existe alternativa real al conflicto de civilizaciones, acabando así por desperdiciar la esperanza del inicio del tercer milenio y retrocediendo a la trágica lógica moderna del enfrentamiento extremo entre ideologías enemigas. La raíz antropológica del poder
En el origen de una sociedad civil y de una institución estatal auténticamente laica está el delicado problema de cómo compaginar equitativamente, en último análisis en términos de derechos y deberes fundamentales, las identidades y las diferencias. La relación dinámica, siempre abierta, de estas dos dimensiones vitales de la convivencia humana es reclamada por el estatuto mismo de la persona, que no existe nunca como mónada separada y autosuficiente, y por ello inexorablemente destinada al enfrentamiento (según la típica visión individualista moderna). El yo existe siempre y sólo referido a un tú. Por eso en el hombre la «capacidad» relacional no es algo accesorio, sino constitutivo. Pertenece a su naturaleza. En la realidad, en efecto, no se da nunca una individualidad que sea sólo ella misma, sin estar en relación con otros individuos. Por eso, si cada uno se constituye como sujeto de dignidad y derechos originarios e inalienables, debe reconocer al otro como sujeto diferente y dotado de igual dignidad y derechos. Este dinamismo, propio de la experiencia elemental de todo hombre, muestra la raíz antropológica de la societas: el individuo no es nunca pensable si no es en relación social con otros sujetos de igual dignidad. Así pues, si el nexo entre identidad y diferencia es insuperable y productor de sociedad, el modo concreto como los hombres viven su estar en esencial relación es (como afirma cierta tradición filosófica) el reconocimiento. Los hombres piden ser identificados y aceptados en su irreductible dignidad de sujetos, ser reconocidos por el rostro humano que los caracteriza y al mismo tiempo los pone en relación entre sí: en este sentido, al decir yo afirmo el tú y le pido, de hecho, que me reconozca como yo. Aquí está, si se mira bien, el origen primario del poder, que sería conveniente volver a pensar (retomando también las reflexiones de Foucault). En definitiva, ¿qué es el poder sino el poder de reconocimiento dado por uno a otro sobre la base de la necesidad mutua? Desde los vínculos primarios hasta el necesario poder estatal, con la inevitable fuerza coercitiva de que está dotado, el poder, en diversos grados y de diferentes modos, vive de esta lógica de reconocimiento. Cada uno de nosotros, de hecho, ejerce un poder y es objeto de poder. Se trata de un vínculo entre sujetos, que no puede en modo alguno ser evitado, porque es constitutivo del dinamismo vital en el que está inserta la persona humana. Una madre que sonríe a su hijo lo «reconoce», ejerce un poder sobre él. Un poder del que el hijo tiene necesidad y que a su vez él ejerce (inmediatamente) sobre sus padres. Además en la medida en que se está en condiciones de ejercer un poder de reconocimiento se ejerce también, de hecho, un poder de autoridad. Así, la autoridad, sentida hoy con demasiada frecuencia sólo como un yugo exterior, es exigida en cambio como vínculo interno al dinamismo de la libertad misma, que no pierde por ello su soberanía. El imparable dinamismo de la sociedad civil
El constitutivo estar en relación de reconocimiento con otros propio del sujeto individual, que mantiene en tensión dialógica unidad y diferencia, da vida a la sociedad civil. La sociedad no es pues una suma de individuos, porque la relación es constitutiva de la persona. Lo muestra el hecho de que en la sociedad se expresan los valiosos cuerpos intermedios primarios, como la familia y las comunidades próximas, entre las cuales destacan las suscitadas por la pertenencia religiosa, a las que se pueden equiparar hoy también formas de solidaridad primaria de tipo agnóstico. Con éstas se mezclan luego los cuerpos intermedios, por así decir, secundarios o derivados, pero también decisivos, como las diversas formas de asociación fundadas en la gratuidad o en objetivos (intereses) compartidos, como los partidos, los sindicatos, las empresas económicas y financieras. De este variado conjunto, amalgamado por la lengua como raíz de cultura e historia, nace un pueblo y una nación. Categorías todavía vitales, aunque necesitadas de ser valerosamente repensadas a partir de la violenta transición de que se ha hablado. Sociedad civil significa pues esencialmente diálogo, narración recíproca de la propia subjetividad, al mismo tiempo personal y social, a partir de lo que inevitablemente se tiene en común como bienes de carácter material y espiritual. Lo vemos todos los días en las reuniones de copropietarios o de vecinos, discutiendo sobre el mantenimiento de los inmuebles o las necesidades de los ancianos. La vida de la sociedad civil, por tanto, reclama un reconocimiento mutuo, continuo y progresivo, de las diferencias por parte de las identidades siempre en relación. Relación, reconocimiento y poder son las dimensiones estructurales y constitutivas de la sociedad civil, que como tales no tienen origen en ningún poder superior ni dependen de él. Por ello exigen que la sociedad civil pueda vivir y desarrollar la libre dialéctica de sus relaciones entre identidades diferentes, ya sean individuales ya asociadas, que tienen pertenencias, tradiciones culturales, intereses materiales e ideales diversos; hoy, cada vez más, también etnias y religiones diversas. Por otra parte, la relación de reconocimiento es también un poder ambiguo, que se presta tanto a la promoción como a la manipulación del otro, tanto a su custodia como a su captura. A este nivel, pues, la sociedad civil tiene siempre necesidad de darse una instancia superior, nunca sustitutiva sino reguladora (defensiva y promocional) de su vida relacional, de su pluralismo fisiológico, de su dialéctica histórica. Dicha instancia reguladora es, en la época moderna, el...



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