E-Book, Spanisch, Band 440, 96 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Walser Historias de amor
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-10415-38-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 440, 96 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-10415-38-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
De los más de mil relatos cortos escritos por Robert Walser, unos cien versan sobre el amor. Volker Michels, germanista y autor del epílogo que acompaña esta edición, seleccionó ochenta en 1978 y los ordenó cronológicamente. Estos relatos demuestran la gran variedad del registro expresivo de Robert Walser y dan fe de la evolución de un autor que tenía un concepto poco convencional del amor y del erotismo. En ellos se manifiesta un desmesurado amor mundi que lo envuelve todo: las muchachas y los pájaros, las nubes y las mujeres distantes, las flores en los prados y los enamorados que se tumban sobre ellos con su mirada benévola, pero también pícara. Con graciosas caricias poéticas, abundantes diminutivos y giros verbales absolutamente delirantes, Robert Walser recoge todo lo que le viene a las mientes para conformar un mundo palpitante de comunicación amorosa y de placer. Son estas, en suma, unas historias plenas de un humor corrosivo contra la hipócrita moral burguesa, en las que también aparecen irónicas imitaciones de la literatura amorosa y recreaciones burlescas de los sueños de la adolescencia.
Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Nació en Biel (Suiza) en 1878 y publicó quince libros. Murió mientras paseaba un día de Navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida. Siruela ha publicado también el libro de conversaciones Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig y Robert Walser. Una biografía literaria, de Jürg Amann.
Weitere Infos & Material
Las muchachas Una suerte de conferencia Deambulan demasiado por las calles. Coquetear puede ser muy infructuoso. Pero pasear es, sin lugar a dudas, algo muy simpático. Las muchachas más simpáticas, hermosas, graciosas y fascinantes están expuestas a «quedarse para vestir santos». Sé que soy cruel, pero me gusta. Hay una cualidad que, para la mujer hermosa, puede ser de más provecho que la buena presencia. A menudo me cruzo con una mujer de belleza excepcional; me obsequia siempre con algo muy grande: ¡su mirada! Uno tiene mucho éxito al pasar, aunque sólo sea efímero. En la calle se conoce a poquísimas personas. Las muchachas no se fían de los admiradores, sino de los valientes; no de los que disfrutan, sino de los que se abstienen; no de la mirada, sino de la conducta. El mejor modo de comportarse con las muchachas buenas es no considerarlas tan buenas. La confianza ciega no tropieza con la confianza. Quieren que les descubran el juego y las respeten por ello. Durante meses ignoré a una bailarina. Y el desdén hizo que me tomara confianza. Todas las muchachas aspiran al amor y a inspirar amor al mismo tiempo. Les gusta quejarse; decepcionarlas es casi como hacerles un favor. El dolor les sabe a gloria. Quien se muestra poco cariñoso tiene perspectivas halagüeñas. Quieren divertirse para poder enamorarse de un hombre aburrido, y aburrirse para poder enamorarse de uno divertido. Les gusta la ligereza, el aplomo les impone. Nada les gusta más en un hombre que la serenidad; tienen celos de esta rival invisible, y con razón, pues está de buen ver. Una vez le hice un regalo a una muchacha. Entonces dejó de ser amable conmigo porque, habiéndome tenido antes por un tacaño, me consideraba ahora desprendido. Uno puede disgustarlas con gentilezas, y despertar su devoción con indolencia. Por su parte, también ellas nos gustan más si no nos miran o son desagradables con nosotros. Quieren inseguros al descarado y al seguro de sí mismo, y seguro de sí mismo al tímido, y se ríen de ti si no les das pie a someterte, no te saludan porque quisieran hacerlo, pasean su luto cuando les impones respeto, y tan pronto pueden admirar como aborrecer al indeciso. –¿Por qué será que me entiende usted tan bien? –me preguntó hace años una muchacha, sorprendida ante el inexperto modo de expresarme. A menudo los enemigos nos entienden mejor que los amigos. Los que piensan no siempre son amables, aunque por lo general sí razonables. El malentendido tiene, sin embargo, tanto valor como la comprensión. Si mal no las comprendo, tienen ganas de ajetreo, quieren que las conmuevan, quieren darnos algo. Su sueño es agradar. La única Conozco a una dama importante a la que le han dedicado versos, que no los escribe y que, no obstante, es un poema, lo que para un poeta es muy importante. Si uno se comporta con insolencia, ella se limita a mostrar un magnífico asombro. La he cantado ya algunas veces, aunque no las suficientes por ahora. Me mandó a hacer gárgaras; la verdad es que me reí un rato, como si me hubiera concedido una noche que poco le importa al poeta que hay en mí, pues hace ya tiempo que su fantasía le permitió verle las partes. Jamás volveré a amar después de eso. Hizo de mí un niño que mira el mundo boquiabierto, adora a Dios y sigue la doctrina más hermosa. Sus zapatos no son nada del otro mundo. Pero me encanta la servilleta con la que juguetea. Tengo prohibido volver a verla y soy, no obstante, feliz, aunque no debiera ser así. Me porté con ella como un sinvergüenza porque temblaba en su presencia y porque quería fingir superioridad; pensaba que ese temblor y ese amor eran bobadas, y casi los odié. Pero cuando no está le hablo con cariño y juego con ella, doy saltos como un loco, como un tontorrón. Podría olvidarla unos cuatro años; entonces todo me sorprendería como si fuera la primera vez. Saber esto es una maravilla. Nunca hubiera imaginado el poder que tiene una muchacha. Toda la fidelidad y lo que quiera de bondad que hay en mí se postra ante los hábitos de la única. Estoy de buen humor, como sólo lo estoy de buena mañana; y eso que es medianoche; escribo esto como si nadie fuera a leerlo. La declaración de Alfred –Creo que te has enfadado por mi culpa –dijo Alfred a su amigo. Apenas si les unía, dicho sea de paso, aquello que se entiende por amistad; sólo se veían ocasionalmente en un café–. ¿De qué te sirve –prosiguió el que dijo lo de arriba– alimentar malas opiniones sobre mí? Tener mal concepto de tus iguales es muy fácil. Eso lo hace cualquiera. Basta un segundo para hacerlo. También yo puedo, si quiero, despreciarte con tanta razón como tú a mí, ¿verdad? Pero procuro evitarlo. No has conseguido lo que querías conseguir, y me haces pagar a mí tus errores. ¿No es más o menos lo que ocurre? Somos igual de inteligentes, así que eso no es motivo para enfrentarse. El año pasado, permíteme que te cuente una cosa, disfruté de los favores de una hermosa y encantadora muchacha en tanto en cuanto la ofendí; se le quedó grabado. Si nos comportamos debidamente, dejamos menos huella en las almas. Se obligó a no perder la calma, pero yo podía verle la irritación. Me había estado hablando con sumo desatino, me levanté y allí la dejé, a ella, a quien, por así decirlo, admiraba un minuto antes. Me alejé del círculo profiriendo palabras malsonantes, y desde entonces la quiero, pues su imagen me llegó a lo más hondo del alma; veía su rostro continuamente, los ojos llenos de odio y de espanto; allí había también odio hacia sí misma. Pero ¿cómo puede alguien tomarse tan a mal un descuido? En aquel tiempo ella era la pobre, la reprendida, la delicada a quien yo había tratado con rudeza. Poco después la visité en su exquisito salón, por condescendencia, en cierto modo, y de hecho parecía estar encantada con mi alegre presencia; me saludó atentamente y con distinción, con una, cómo lo diría, con una gracia que emanaba de la gratitud. No supe aprovechar el éxito lo más mínimo. Si las circunstancias lo permiten, puedo tener mucho éxito, pero me falta iniciativa para sacarle partido a una situación favorable. Sonreía, era feliz en su presencia, demasiado feliz, de hecho; estaba a mis anchas y no pensaba en esforzarme ni un poquito para que se divirtiera, la quería sin preocuparme por más detalles, sin preguntarle por sus deseos, hasta que me llamaron los negocios y tuve que alejarme de ella unos meses. Cuando regresé, siempre sólo ella en primer término de mis pensamientos, secundario el resto de asuntos, lo que de hecho ni tiene ya importancia, y me presenté en la casa en la que la había visitado tantas veces, y donde tanto habíamos intimado, tuve la corazonada de que ya no estaría allí, no entré ni siquiera para comprobar si había supuesto bien, confié en mi presentimiento; sabía que se había largado y me decidí a buscarla con la mayor discreción posible, evitando cuidadosamente levantar cualquier revuelo. Era primavera, y te advierto que fue para mí un tiempo de hechizo, las flores en la hierba y el amor floreciente en la tierra de mi alma; suena como si quisiera ahora recitarlo en versos, pero no tengo ninguna intención al respecto. Me miras con una mala cara... ¿Acaso te incomoda que exhiba todas mis reliquias? Eres tremendamente inteligente y ves lo feliz que soy contándolo todo, y tu inteligencia está por ello que echa chispas, pues se te ha metido en la cabeza que ya no me queda nada, que sólo soy un pobre mendigo. Me consideras, dicho sea de paso, un libertino, y te equivocas; y te molesta que te muestre mi lado bueno. Averigüé dónde se encontraba, le pedí a un músico, a un hombre en paro, que me acompañara, y así nos plantamos una noche que parecía indicada para la serenata como ninguna otra ante una casa muy bonita, y alta, que es donde ella se encontraba; él tocaba de maravilla. Se abrió la puerta, y ¿quién salió a mi encuentro? «Ya no te puedes medir conmigo, estoy muy por encima de ti y de todo lo bonito que puedas sentir por mí. Te voy a decir algo que sin duda no te gustará, pero tengo que decírtelo para que aprendas a olvidarme. Aquel día que me ofendiste tuve compasión de mí y te consideré alguien de cierta importancia, pero, cuando te vi después tan fiel a mi persona, cambió el concepto que tenía de ti y supe que debía buscarme otro hombre. A una mujer de nada le sirve el cariño, pues necesitamos que nos proteja alguien que tenga mano dura y saque pecho. Aquí me siento a salvo, disfruto de un nuevo estado y no te pido que me colmes de atenciones, sino más bien que las suspendas.» No sé lo que me pasó, pero tras sus palabras me invadió la risa, con lo que la ofendí por segunda vez, ella había pensado que me encontraría desconsolado y de pronto me veía alegre; aturdida, retrocedió hacia los setos. Yo acompañé a mi escolta a un restaurante, para luego despedirme de él. Gretchen Gretchen era una muchacha caprichosa. No sabía qué quería. Se procuró un amante. Mal, cuando una Gretchen encuentra admirador. Él la puso por las nubes; ella lo abandonó, y él tuvo que guardar cama ocho días. Se dio por advertido; aunque lamentablemente lo olvidó por completo. Como ya no la visitaba, a ella le entró añoranza (también llamada aburrimiento). –Sé bueno y ven a verme –le escribió. Sonaba gentil y piadoso, pero él...