E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
Wassmo El cielo desnudo
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16440-34-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
ISBN: 978-84-16440-34-4
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
El cielo desnudo completa la Trilogía de Tora, de la que ya se han publicado en esta misma colección La casa del mirador ciego y La habitación muda. Estas obras componen uno de los conjuntos literarios más importantes de la literatura nórdica del siglo xx y han recibido prestigiosos premios. Ya conocemos a Tora. Sabemos de sus conflictos, sus sufrimientos y los retos a los que se ha ido enfrentando desde pequeña. Nos ha emocionado su relación con su tía Rakel, hemos entendido los conflictos con su madre, Ingrid, su admiración por su tío, Simon, y la angustia que le provoca su padrastro, Henrik. Ahora Tora es ya una mujer. Ha dejado de ser una niña indefensa y es capaz de enfrentarse a sus miedos y a la dureza de la vida. Tiene fuerza para salir de sí misma y de la Isla que la asfixia. Su lucha, que ha sido y es la de muchas mujeres, formará ya para siempre parte de nuestra memoria.
Herbjørg Wassmo . Escritora noruega. Trabajó como profesora en el norte del país. Es una de las narradoras más importantes de los países nórdicos y el éxito le llegó con su primera novela, La casa del mirador ciego, primera parte de la Trilogía de Tora, que ahora publicamos y a la que seguirán las otras dos entregas. Este libro fue nominado al Premio de Literatura del Consejo Nórdico y obtuvo el Premio de la Crítica. Con la segunda parte ganó el Premio de los Libreros y, finalmente, en 1987 consiguió el premio del Consejo Nórdico con el último libro de la trilogía. Wassmo, además, recibió en 1998 el Premio Jean Monnet. Entre sus obras destaca también la Trilogía de Dina, que fue llevada al cine en 2002.
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1 Nevaba en Breiland. Copos grandes y lanudos iban posándose por todas partes, como la lana mojada y recién esquilada. Era imprescindible ocultar unas huellas vacilantes, desde las rocas hasta los primeros grupos de casas, había que esconderlas del Dios de Elisif. Él tenía muchas cosas con las que lidiar en su distante cabeza y hasta entonces no había mostrado demasiado interés por las huellas, pero nunca se sabe. Por eso, y solamente por eso, estaba nevando así. Copos suaves y compactos que se derretían sobre la cálida piel de su cara. A su alrededor se evaporaba un templado aire de deshielo que le derretía los carámbanos del pelo rojo, formando húmedos tirabuzones en torno a un dedo invisible. En cierto momento se dejó caer de rodillas para descansar. Las manos rojas e hinchadas sobre el montón de nieve. Era la primera vez que las veía. Un golpe oscuro le recorrió la cabeza advirtiéndole que se había dejado las manoplas en las rocas. ¿O las habría perdido por el camino? Se tranquilizó a sí misma como lo hacía la tía Rakel cuando había algún problema: «No importa, Tora. ¡Nadie sabe que las manoplas son tuyas!». El cazo de madera empezó a sonar en la mochila vacía en cuanto echó de nuevo a andar. ¡Una y otra vez repetía lo mismo! Que nunca había excavado ni en la tierra ni en las piedras. Negaba haberla ayudado con lo peor. Tora le suplicaba calladamente que se mantuviera en silencio. Alguien podría oír lo que había hecho. —¡Está nevando! ¡Ya ha pasado todo! Y sin embargo el ruido de la madera contra la lona iba en aumento, produciendo un eco que le llegaba de todas partes. Volvió a ponerse de rodillas, para que se hiciera la paz, cerró los ojos y se derrumbó en su propio regazo. Cuando volvió a levantar la vista, ¡todo el humedal estaba repleto de margaritas! ¡Con capullos amarillos en el centro! Estambres en el suave viento. El humedal entero se mecía. Una tranquila luz procedente de las casas lo cubría todo, y notó que algo le llenaba la boca y las fosas nasales, pero no quería salir. El cazo se había tranquilizado. Una especie de alegría le iba perforando un agujero tras otro. Ya había pasado todo. ¡Y ella seguía existiendo! Mientras caminaba por un mar de margaritas, entendió que no estaba dentro de su cuerpo. No oía ningún sonido, no se notaba los pies que avanzaban por el camino. El cielo se extendía sobre ella, blanco e inmenso, y el humo de las chimeneas trazaba rudos signos en todo lo blanco. Poco después se vio flanqueada por los postes de las verjas a ambos lados del camino. Un par de veces avistó figuras humanas más adelante, aunque desaparecieron antes de que ella las alcanzara. Anhelaba huir, pero, aunque no las notara, tenía muchas capas de sangre coagulada entre las piernas. Una cosa sí había aprendido: cuando las cosas están, están, por mucho que no las notes. Giró automáticamente al llegar a la casa de la señora Karlsen; llegaba preparada para lo peor y eso fue lo que ocurrió: la señora Karlsen estaba de pie ante la puerta de la calle, echando la llave de espaldas a ella, con el abrigo marrón. Sus brazos se movieron muy despacio cuando los dejó caer a lo largo del cuerpo con el gran bolso marrón oscuro colgando de la mano derecha. El bolso osciló como un péndulo cuando la mujer se giró hacia Tora. Se le encendió una sonrisa de sorpresa en su anémico rostro al descubrir a la chiquilla. —Ah, ¿estabas fuera? Ya me he figurado que no estabas cuando no me has respondido al llamar a la puerta. Quería invitarte a té y a bollos. Creo que no te cuidas mucho con la comida. ¿Andas por ahí sin gorro? ¡Con este tiempo! Cariño, tienes que cuidarte un poco. Ya, ya sé que no es asunto mío —hizo un ademán hacia la nevada y suspiró profundamente, casi entusiasmada. Luego se puso los guantes muy despacio—. Está todo preparado para el entierro. Va a ser un entierro muy bonito, ya lo creo. Un verdadero acto solemne para todos nosotros. Tienes que venir. Luego se cepilló un poco de nieve del borde del abrigo, que se había rozado con la barandilla nevada de la escalera exterior, y a continuación empezó a flotar infinitamente despacio a través de Tora y desapareció por el prado florido. Cuando la señora Karlsen pasó volando, fue como si se abriera una puerta y el aroma de las flores llegara hasta la chiquilla. Al parecer, nunca antes había visto a la señora Karlsen. Le entraron unas ganas locas de correr tras ella para calentarse un poco. Pero la salvó su propia miseria y no fue corriendo a ninguna parte, sino que subió laboriosamente la escalera. Sabía que allí colgaba el espejo y que, si se diera la vuelta, le revelaría todo. Mientras buscaba la llave en el bolsillo, lo que había sido desapareció. Las personas, el prado florido, el bulto entre las rocas, el cazo. Todo aquello se detuvo allí, ante la puerta, y no avanzó más. Porque ella no quiso llevárselo adentro. Si rechazaba una cosa, tendría que rechazar también las demás. No podía simplemente escoger deshacerse de lo peor. El grifo del lavabo del pasillo goteaba acompasadamente. Tora se acercó tambaleándose. La sólida pared del muro contra incendios a la que estaba fijado el lavabo estaba caliente. Apoyó las dos manos y la frente contra ella y permaneció un rato así, inclinada hacia delante. Luego bebió despacio del agua amarga, viéndola desaparecer por entre los agujeros. Aquella agua pantanosa había dejado asquerosas manchas marrones en el esmalte del lavabo. Un eterno desagüe que caía en picado y conducía al mar todo lo que ella no lograba tragar. Mientras cerraba el grifo, empezó a alejarse flotando. Se agarró al asqueroso borde de goma del lavabo, pero no le sirvió de nada. El sumidero se la tragaba. Grandes y pesadas gotas le caían sobre la nuca, presionándola hacia abajo. Al final se vio al borde de uno de los agujeros, incapaz ya de agarrarse. Las tuberías eran mucho más anchas de lo que se había imaginado. Caía sin cesar, ingrávida como un copo de nieve. La cloaca estaba húmeda y caliente, casi le inspiraba seguridad. Tora cedió. Al parecer se dirigía al mar. Era como si ya no importara. Cayó y flotó. La habitación se dibujaba en el hueco de la puerta. Las cruces de las ventanas dividían el suelo en ocho partes grises, pese a que las cortinas estaban corridas. La oscuridad era casi total, solo las farolas de la carretera penetraban los cristales nevados de las ventanas. Antes de encender la luz, abrió la portezuela de la estufa. Aún había brasas, pero ni rastro del hule ensangrentado. Tora entendió que tenía que hacerse amiga de las cosas para cubrirlo todo. Se había encontrado a sí misma junto al lavabo, con sabor a latón y a cloaca en la boca. Aquello no había acabado aún. Palpó hasta encontrar el interruptor junto a la puerta y la fría luz inundó la habitación como una sentencia. ¿Manchas de sangre en el suelo? ¿Cómo es que no las había visto cuando recogió antes de salir? Empezaron a subir hacia ella. Salieron directamente del suelo y se le pegaron a los ojos, cegándola. Las limpió con un trapo que cogió fuera, en el pasillo, y después lo enjuagó bien bajo el agua helada del lavabo, antes de volver a colgarlo en su sitio. Como si nadie debiera notar que lo había usado. Luego bajó lentamente las cortinillas enrollables y, como siempre, la habitación se tiñó de amarillo. Ocurría cada vez que bajaba las cortinillas, y esta vez le supuso un gran consuelo. Cerró la puerta con llave y se desnudó despacio. El gorro y la bufanda que se había colocado entre las piernas mostraban todos los matices posibles de rojo. Se quedó parada con ambas prendas en las manos, vacilando ante la portezuela abierta de la estufa. A continuación, lo echó todo a las llamas. El fuego dio la impresión de salirse de la estufa para abalanzarse sobre ella y quemarle la cara. Su cabeza lo absorbió y empezó a inflarse y pasó a ser un globo que flotaba por la habitación con todo aquello en su interior. Todo estaba en la luz amarilla, que daba vueltas sin cesar. Tora se acostó en la cama y pensó en el marido de la señora Karlsen, que había muerto. Ahora estaba rígido e inmóvil en la residencia de ancianos en la que llevaba varios años internado. Parecía más bien el viejo padre de la señora Karlsen, pensó. ¿O tal vez el hombre no fuera más que esa tumba abierta que había asustado tanto a Tora que no se había atrevido a bajar la escalera y excavar el huequecito que hubiera hecho falta para esconder el bulto? ¿El bulto? ¡El polluelo! Que se le había deslizado de entre las piernas mientras ella se rompía en pedazos tirada sobre el hule extendido delante de la cama. Pero había salvado la cama. Estaba tan limpia y aseada como siempre. Y el viejo hule ya no existía. Se lo habían comido las llamas. Se había pasado mucho tiempo gimoteando dentro de la tripa de la estufa. Había sido la tumba —o el marido de la señora Karlsen— lo que la había obligado a meter al bultito entre las rocas y rodar piedras encima. ¡Y se había olvidado de volver a colgar la escalera en su sitio! Tanto lo había espantado la tumba abierta. El enterrador de Breiland vadeaba por la nieve mojada, que le llegaba casi hasta las rodillas, y daba la impresión de no aclararse gran cosa con los planes veraniegos de Nuestro Señor. Seguramente había previsto lluvia, porque no había cubierto la tumba recién excavada del señor director. Era ya evidente que la nieve se había buscado refugio allí abajo, en el fondo. Por lo demás, la gente se había apañado para mantenerse con...