E-Book, Spanisch, Band 22, 90 Seiten
Reihe: 7 mejores cuentos
Wilde / Nemo 7 mejores cuentos de Oscar Wilde
1. Auflage 2020
ISBN: 978-3-96799-336-3
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 22, 90 Seiten
Reihe: 7 mejores cuentos
ISBN: 978-3-96799-336-3
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
La serie de libros '7 mejores cuentos' presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemos aOscar Wilde,fue un escritor, poeta y dramaturgo de origen irlandés. Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas, sus obras de teatro y la tragedia de su encarcelamiento, seguida de su muerte prematura. Este libro contiene los siguientes cuentos: - El fantasma de Canterville. - El retrato del Sr. W. H. - El príncipe feliz. - El crimen de lord Arthur Saville. - El amigo fiel. - El gigante egoísta. - El modelo millonario.
Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde (Dublín, Irlanda, entonces perteneciente al Reino Unido, 16 de octubre de 1854-París, Francia, 30 de noviembre de 1900), conocido como Oscar Wilde, fue un escritor, poeta y dramaturgo de origen irlandés.
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Capítulo I
Había estado yo cenando con Erskine en su pequeña y bonita casa de Birdcage Walk, y estábamos sentados en la biblioteca saboreando nuestro café y nuestros cigarrillos, cuando salió a relucir casualmente en la conversación la cuestión de las falsificaciones literarias. No recuerdo ahora cómo fuimos a dar con ese tema tan curioso, cómo surgió en aquel entonces, pero sé que tuvimos una larga discusión sobre MacPherson, Ireland y Chatterton, y que respecto al último yo insistía en que las supuestas falsificaciones eran meramente el resultado de un deseo artístico de una representación perfecta; que no teníamos ningún derecho a querellarnos con ningún artista por las condiciones bajo las cuales elige presentar su obra y que siendo el arte hasta cierto punto un modo de actuación, un intento de poder realizar la propia personalidad en un plano imaginario, fuera del alcance de los accidentes y limitaciones de la vida real con todas sus trabas, censurar a un artista por una falsificación era confundir un problema ético con uno estético. Erskine, que era mucho mayor que yo, y había estado escuchándome con la deferencia divertida de un hombre de cuarenta años, me puso de pronto la mano en el hombro y me dijo: -¿Qué dirías de un joven que tuviera una teoría extraña sobre cierta obra de arte, que creyera en su teoría y cometiera una falsificación a fin de demostrarla? -¡Ah!, eso es un asunto completamente diferente -contesté. Erskine permaneció en silencio unos instantes, mirando las tenues volutas grises de humo que ascendían de su cigarrillo. -Sí -dijo, después de una pausa-, completamente diferente. Había algo en su tono de voz, un ligero toque de amargura quizá, que excitó mi curiosidad. -¿Has conocido alguna vez a alguien que hubiera hecho eso? -le pregunté. -Sí -respondió, arrojando su cigarrillo al fuego-, un gran amigo mío, Cyril Graham. Era absolutamente fascinante, y muy necio y muy cruel. Sin embargo, me dejó el único legado que he recibido en mi vida. -¿Qué era? -exclamé. Erskine se levantó de su asiento, y yendo a un alto armario de taracea que estaba entre las dos ventanas, lo abrió, y volvió adonde yo estaba sentado, sosteniendo en la mano una pequeña pintura en tabla, montada en un viejo marco isabelino bastante deslustrado. Era un retrato de cuerpo entero de un joven vestido con un traje de finales del siglo xvi, en pie junto a una mesa, con la mano derecha descansando en un libro abierto. Parecía de unos diecisiete años y era de una belleza absolutamente extraordinaria, aunque evidentemente algo afeminada. En verdad, de no haber sido por la ropa y por el cabello, cortado muy corto, se hubiera dicho que aquel rostro, con sus melancólicos ojos soñadores y sus delicados labios escarlata, era el rostro de una muchacha. En el estilo, y especialmente en el tratamiento de las manos, el retrato recordaba una de las obras tardías de François Clouet. El jubón de terciopelo negro, con sus adornos fantásticamente dorados, y el fondo azul pavo real que le realzaba tan gratamente y le prestaba un valor cromático tan luminoso, eran completamente del estilo de Clouet; y las dos máscaras de la tragedia y de la comedia, colgadas bastante ceremoniosamente en el pedestal de mármol, tenían ese toque de inflexible severidad -tan diferente de la gracia ligera de los italianosque ni siquiera en la corte de Francia perdió nunca el gran maestro flamenco, y que en sí misma ha sido siempre una característica del temperamento nórdico. -¡Es encantador! -exclamé-. ¿Pero quién es este joven sorprendente, cuya belleza ha preservado para nosotros tan felizmente el arte? -Es el retrato de míster W. H. -dijo Erskine con una triste sonrisa. Puede que fuera un efecto casual de la luz, pero me pareció que le brillaban los ojos de lágrimas. -¡Míster W. H.! -exclamé-; ¿y quién era míster W. H.? -¿No te acuerdas? -contestó-; mira el libro sobre el que descansa su mano. -Veo que hay algo escrito en él, pero no puedo descifrarlo -repliqué. -Toma esta lupa e inténtalo -dijo Erskine, con la misma sonrisa triste jugueteándole todavía en torno a su boca. Cogí la lupa y, acercando un poco la lámpara, empecé a deletrear la apretada escritura del siglo xvi: «Al único progenitor de los sonetos que aquí se publican.» -¡Cielo santo! -exclamé-, ¿es este el míster W. H. de Shakespeare? -Eso es lo que solía decir Cyril Graham -musitó Erskine. -Pero no se parece en nada a lord Pembroke -respondí yo-. Conozco muy bien los retratos de Penshurst. Me alojé muy cerca de allí hace unas semanas. -¿Crees de verdad que los Sonetos están dirigidos a lord Pembroke? -preguntó. -Estoy seguro de ello -repliqué-. Pembroke, Shakespeare y mistress Mary Fitton son los tres personajes de los Sonetos; no cabe duda alguna respecto a eso. -Bien, yo estoy de acuerdo contigo -dijo Erskine-, pero no siempre he pensado así. Hubo un tiempo en que creía, bueno, supongo que creía, en Cyril Graham y en su teoría. -¿Y qué teoría es esa? -pregunté, mirando el admirable retrato, que ya había comenzado a ejercer una extraña fascinación sobre mí. -Es una larga historia -dijo Erskine, quitándome el retrato con bastante brusquedad, pensé entonces-; una historia muy larga; pero si tienes interés en oírla te la contaré. -Me encantan las teorías sobre los Sonetos de Shakespeare -exclamé-; pero no creo probable que vaya a aceptar ninguna idea nueva sobre ellos. El asunto ha dejado de ser un misterio para nadie. Ciertamente, me pregunto si ha sido un misterio alguna vez. -Como yo no creo en la teoría, no es probable que te convierta a ella -dijo Erskine, riendo-; pero puede que te interese. -Cuéntamelo, desde luego -respondí-. Con tal de que sea la mitad de deliciosa que el cuadro me daré por más que satisfecho. -Pues bien -dijo Erskine, encendiendo un cigarrillo-, debo empezar por hablarte del propio Cyril Graham: «Él y yo vivíamos en el mismo edificio en Eton. Yo era un año o dos mayor que él, pero éramos grandes amigos, y juntos hacíamos todo el trabajo y juntos jugábamos. Había, por supuesto, mucho más juego que trabajo, pero no puedo decir que lo lamente; siempre es una ventaja no haber recibido una sólida educación comercial, y lo que yo aprendí en los campos de deporte de Eton me ha sido tan útil como lo que me enseñaron en Cambridge. He de decirte que habían muerto los padres de Cyril, los dos; se habían ahogado en un terrible accidente de yate frente a las costas de la isla de Wight. Su padre había pertenecido al cuerpo diplomático, y se había casado con una hija -la única hija, en realidad- del anciano lord Crediton, que se convirtió en tutor de Cyril a la muerte de sus padres. No creo que lord Crediton se preocupara mucho de Cyril. Realmente, nunca había perdonado a su hija que se casara con un hombre sin título nobiliario. Él era un viejo aristócrata extraordinario, que juraba como un vendedor ambulante y tenía los modales de un granjero. Recuerdo haberle visto un día de apertura del Parlamento. Me gruñó, me dio una libra de oro y me dijo que no me convirtiera en un "condenado radical" como mi padre. Cyril le tenía muy poco cariño, y se alegraba mucho de pasar la mayor parte de sus vacaciones con nosotros en Escocia. En verdad, nunca se llevaron bien: Cyril pensaba que su abuelo era un oso, y él creía que Cyril era afeminado. Era afeminado, supongo yo, en algunos aspectos, aunque era muy buen jinete y magnífico en esgrima; de hecho, consiguió en esto los primeros premios antes de dejar Eton. Pero tenía ademanes muy lánguidos, estaba no poco orgulloso de ser bien parecido y ponía fuertes objeciones al fútbol. Las dos cosas que le daban verdadero placer eran la poesía y el actuar en representaciones teatrales. En Eton siempre estaban disfrazándose y recitando a Shakespeare, y cuando fuimos a Trinity, en la Universidad de Cambridge, se hizo miembro del grupo de teatro en el primer trimestre. Recuerdo que yo estaba siempre muy celoso de sus representaciones. Le tenía una devoción absurda; supongo que por lo diferentes que éramos en algunas cosas. Yo era un muchacho desmañado y enclenque, de pies enormes y horriblemente pecoso. Las pecas se propagan en las familias escocesas lo mismo que la gota en las familias inglesas; Cyril solía decir que entre las dos prefería la gota; pero es que siempre otorgaba un valor absurdamente alto a la apariencia personal, y una vez leyó una comunicación en nuestro círculo de retórica para demostrar que era mejor ser hermoso que ser bueno. Ciertamente, él tenía una belleza admirable. La gente a quien no le gustaba, personas hipócritas y tutores de la Universidad, y los jóvenes que se preparaban para clérigos, solían decir que era meramente guapo; pero había mucho más en su rostro que un mero atractivo. Creo que era la criatura más espléndida que he visto en mi vida, y nada podría sobrepasar la gracia de sus movimientos, el encanto de sus modales. Fascinaba a todo el mundo a quien valía la pena fascinar, y a muchísimos que no la valía. Frecuentemente era voluntarioso y petulante, y yo solía pensar que era terriblemente poco sincero. Creo que se debía principalmente a su desmesurado deseo de agradar. ¡Pobre Cyril! Le dije una vez que se contentaba con triunfos de poca monta, pero lo único que hizo fue reírse. Estaba horriblemente consentido. Toda la gente encantadora, me imagino, está consentida; ese es el secreto de su atractivo. Pero he de hablarte de la clase de...